Si un hombre
atlético y apuesto esconde un espíritu mezquino su rostro y sus musculillos nos
parecerán detestables. Si una preciosa mujer es tonta de capirote elegiremos
como amiga a otra más fea pero bellamente simpática e inteligente. Cuando una
abuelita nos sonríe transmitiendo bondad y madurez nos encontramos más seguros
en la vida. Si un abuelo pasea a su nietecilla de tres años la escena es muy
hermosa. La belleza interior es menos inmediata pero más duradera.
La fachada y la persona
Ya no se suele
decir que en un pueblo viven tantos miles de almas; pero lo que nunca se ha
dicho es que viven tantos miles de cuerpos. Ni los más acérrimos materialistas
se presentan diciendo: “Hola, soy un cuerpo”. Quien más quien menos acepta que
es un yo personal donde no todo es un ADN prodigiosamente desplegado.
Ciertamente somos cuerpos; pero cuerpos que entienden, aman, odian, estornudan,
tararean memeces e incluso son capaces de dar la propia vida para defender la
de otros.
Nosotros vemos
personas, no cuerpos. La corporalidad queda intrínsecamente afectada por la
personalidad. La personalidad confiere al cuerpo su más significativo alcance.
Por este motivo hay enfermos o impedidos cuya fantástico carácter destaca aun
más desde su cuerpo discapacitado. Marginar la belleza personal respecto a la
corporal es como tirar al niño y quedarse con la cuna. Se trata de algo
importante: a los seres humanos nos repugna que nos traten como si fuéramos
cosas porque eso es inhumano y en el fondo de ese mal comportamiento está la
esclavitud.
La mente
está hecha para buscar la verdad y contemplarla. La voluntad se mueve hacia el
bien y en él se complace. El corazón tiende a unirse con aquello que ama.
Nuestro cuerpo es la plasmación física de esas búsquedas y encuentros, a veces
logrados, en otras ocasiones fallidos. La corporeidad no es una carcasa o un
mero instrumento sino que forma parte de nuestra propia persona; pero lo que va
contra la razón es reducirnos, en la práctica, a considerarnos meros cuerpos.
Los materialismos pasados y presentes tienden a ver nuestras manifestaciones
racionales como una especie de plus de energía en una materia evolucionada.
Estas posturas desconocen que el propio orden de la naturaleza es inmaterial.
La materia no puede ordenarse a sí misma porque no es capaz de dialogar
consigo. Su asombrosa ordenación no proviene de ella.
Los rayos de luz están en la
atmósfera pero no están hechos de oxígeno. Con las limitaciones de todo
ejemplo, algo parecido ocurre con nuestra mente o espíritu respecto a nuestro
cuerpo. La armónica y personal unión entre el espíritu humano y su materia
propia no puede entenderse a nivel de partículas elementales.
Al cortarnos
en pelo no nos arrodillamos en duelo ante nuestros cabellos malogrados. Si
alguien tiene la desgracia de sufrir una mutilación procura enterrar su miembro
perdido pero no irá a visitarlo con frecuencia. Tan sólo vamos al cementerio
cuando allí reposa el cuerpo de un ser querido; pero no vamos a ver a un cuerpo
–en absoluto- sino a evocar la vida de una persona, su ejemplo y su cariño.
Belleza inteligente
La dimensión
corporal es una realidad fantástica que nos posiciona en el mundo. La belleza
del cuerpo es algo muy positivo, pero tampoco conviene exagerar. El Hermes de
Praxíteles o la Venus de Boticelli son obras de arte que demuestran perfección
del cánon de belleza, pero no me extrañaría que Praxíteles y Boticelli fueran
algo feillos y gordetes. Realmente la belleza es muy atractiva pero no somos
monos, dicho sea con cordialidad respecto a esos acrobáticos animalillos. Hay
bellezas más profundas que se basan la armonía de aspectos del mundo y, sobre
todo, en el equilibrio y la formación de personalidades fuertes, atractivas y
maduras.
Dicen
que la mirada es la expresión más significativa del cuerpo humano. Ciertamente
las miradas de algunas modelos provocativas denotan un coeficiente intelectual
notoriamente bajo. Cuando algún cachas muestra a la ciudadanía sus tremebundos
bíceps puede mostrar también una mentalidad más simplona que el asa de un cubo.
Por otra parte una mirada sincera de cariño limpio nos da vida y la mirada
esperanzada de un familiar moribundo nos da eternidad.
La
salud corporal es un bien muy valioso que hemos de custodiar, entre otros modos
con una vida ordenada. Cuidar también la apariencia externa no es un tema
ligero e insustancial. Pero otra cosa distinta es llegar a un extremo en el que
se rinde culto al cuerpo hasta extremos cómicos y, en ocasiones, trágicos.
Enfermedades graves relacionadas con trastornos alimentarios tienen, a veces,
su origen en una obsesión patológica por la apariencia.
Una persona es
una aventura, una misión, una posibilidad del amor, una centella racional que
camina en el universo con la mirada hacia el frente. Su cuerpo es un cuerpo
esponsal: un cuerpo para la entrega, para la donación. El abrazo a un hijo o a
una madre, las manos que sirven la mesa, o trabajan para sacar a la familia
adelante, o se estrechan con otras para reconciliarse. Entre estas donaciones
está la propia de la conyugalidad entre esposo y esposa en el cariño
matrimonial íntimo y puro cuando la moral y el respeto a la vida dignifican
esta relación.
Pero hay
bastantes jóvenes y no tan jóvenes que parecen entender la donación como un
episódico intercambio de satisfacciones afectivas y corporales. Les han
enseñado que esto es lo espontáneo, lo natural y, por tanto, lo bueno. Pronto
notan que tales relaciones no les están haciendo ser mejores personas y que
esas uniones forjan cadenas de acero que aherrojan su personalidad en burdas
esclavitudes.
Pienso que no
es bueno ni noble, por ejemplo, que en días calurosos chicas muy jóvenes vayan
por la calle vestidas como si estuvieran en su habitación o a punto de pisar la
playa. Hay una cosa que se llama categoría y estilo que se opone a la
facilonería y a la vulgaridad. Nuestras grandes ciudades no son lugares
bucólicos sino inmensas concentraciones
donde hay todo tipo de personas, algunas indeseables –al menos temporalmente-
que pueden desencadenar tragedias.
Un principio de desorden
La sexualidad
es algo bueno y noble. Sin ella no existiríamos. Pero como toda dimensión del
ser humano tiene que ser educada. Me parece muy importante que el planteamiento
humano y cristiano de la educación de la sexualidad se haga sobre una
valoración muy positiva del cuerpo. La corporalidad no es uniformemente
significativa. El pudor esconde lo que siendo algo noble podría ser deseado
fuera de tiempo y lugar. No somos bambis de la floresta que pastan y berrean
tierna e inocentemente. Somos personas humanas, con un profundo sentimiento
ético de la vida. O vamos hacia arriba o caemos hacia abajo. No nos encontramos
en las suaves planicies del bambi o de la vaca y cuando alguien se sitúa en ese
lugar puede ser corneado con facilidad.
La historia de
la humanidad es pródiga en guerras y espantos pero lo es mucho más en
entrañables relaciones familiares y amistosas. La valoración del ser humano
puede ser muy positiva teniendo en cuenta de que cada uno llevamos gérmenes del
mal y frutos de codicia. Hay otros que consideran que en la persona todo es
inocencia para acabar por confesar que la historia de la humanidad es una
génesis que carece de sentido.
Toda persona
es libre y necesita poner en juego su libertad, hasta tal punto que con su vida
se la juega. Otra cosa es caer en una errática autonomía donde cada uno es un
dios para si mismo, un exclusivo sacerdote de su propia existencia que termina
por confesar, ante la fuerza de los hechos, que es un animal sin esperanza. El
hecho de que nos cueste la vida, de que no nos entendamos a nosotros mismos, es
al mismo tiempo una invitación a abrir nuestra mirada al universo donde
encontramos personas mejores, humana y espiritualmente, dispuestas a ayudarnos
porque nos aprecian.
Paradojas cristianas
La generosidad
con los demás comporta sacrificio pero nos llena la vida de sentido. La
generosidad, que no es desorden, tontería o dejación de derechos, nos vivifica,
nos da alas. Por eso hay personas de edad avanzada que tienen un espíritu
fuertemente jovial y aventurero. La lógica de la resurrección empieza ya en
este mundo y es la lógica de los demás por Dios. El cuerpo humano es por el
acto de ser de su alma: un principio de vida racional, espiritual e
incorruptible. Por eso el dogma cristiano de la resurrección de la carne no es
un imposible metafísico.
La buena
escatología nos lleva al día de hoy, en el que la comida quizás no sea muy de
nuestro gusto o un dolor es la espalda recorra nuestra digna corporalidad. Los
días y los años pasan y el que fuera un cuerpo sano y robusto puede empezar a
flaquear. Ese declinar corporal puede traernos en ocasiones algo de tristeza,
pero junto a poner los medios para recobrar la salud puede ser bueno recordar
unos memorables versos de Quevedo: “Cerrar podrá mis ojos la postrera/ sombra, que me llevare el
blanco día,/ y podrá desatar esta alma mía/ hora, a su afán ansioso linsojera;/
mas no de esotra parte en la ribera/ dejará la memoria en donde ardía;/ nadar sabe
mi llama la agua fría,/ y perder el respeto a ley severa;/ Alma a quien todo un
Dios prisión ha sido,/ venas que humor a tanto fuego han dado,/ médulas que han
gloriosamente ardido,/ su cuerpo dejarán, no su cuidado;/ serán ceniza, mas
tendrán sentido./ Polvo serán, mas polvo enamorado”.
José Ignacio
Moreno Iturralde
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