sábado, 14 de septiembre de 2013
EE.UU.: dos proyectos de ley sobre el cuidado al final de la vida
El Congreso de Estados Unidos está tramitando dos proyectos de ley que pretenden mejorar el diálogo médico-paciente al final de la vida. Leer más
Soledad y compañía
En ocasiones llegamos a casa y
experimentamos soledad. Vivimos una soledad que se nos antoja injusta, en
ocasiones irremediable. A esa soledad cabría plantarle cara, enfrentarse a
ella, preguntar su por qué; pero ese camino se nos antoja difícil y poco
prometedor. Es más fácil, y muchas veces más práctico, hacer cosas: trabajar en
algunos cuestiones, procurar divertirnos, descansar o llenar el tiempo con
actividades. Así se capea el temporal e incluso el espíritu se entretiene;
aunque todo esto no cura la frustración de la compañía que nos ha sido quitada.
Dominio o servicio
Las
situaciones humanas son muy diversas y en personas bien acompañadas incluso se
añora algunas veces la soledad. Recuerdo la dedicatoria de una tesis doctoral que
decía: “A todos mis amigos, sin cuya ausencia habría sido imposible hacer este
trabajo”. La soledad puede ser una especie de bendición para la persona
multiatareada. Pero la sabiduría antigua dice que no es bueno que el hombre
esté solo. A esa soledad dura y difícil, que padecen hoy incluso gente muy
joven, es a la que nos estamos refiriendo.
Otras
veces es la soledad de un ser querido la que nos duele. Le damos la compañía
que podemos pero nos damos cuenta de que esto no es suficiente, que esa persona
necesitaría una compañía más completa, y la vida parece negárselo. A veces se
trata de familiares cercanos. Cómo no recordar a tantas personas mayores que
padecen soledad, incluso en buenas residencias acomodadas para ellos. Ante
situaciones de mendicidad en las calles de nuestras ciudades, donde vemos
hombres desarraigados y solitarios que necesitarían hasta atención
psiquiátrica, tampoco tenemos muchas respuestas.
Es
propio de la gente joven buscar compañía de amistades para pasarlo bien y hacer
planes divertidos. De esas relaciones surgen lazos de amistad y de afecto. En
nuestro mundo la afectividad ha saltado muy por encima de los muros de
contención de la razón, que fueron vistos como imposiciones. Hoy parecen
frecuentes las relaciones afectivas intensas y esporádicas entre chicos y
chicas, hasta tal punto que en algunos casos tales relaciones se consideran
como una suerte de logros o condecoraciones para la solapa del ególatra. Ese
tipo de relaciones, casi tan pasajeras como un clínex, se muestran muy
deshumanizadas: no establecen vínculos de solidaridad sino todo lo contrario.
Esa comercialización del afecto –aunque no haya dinero de por medio- genera
personalidades desequilibradas y, al final, solitarias. Por supuesto que esto
no es la mayor parte de la realidad –así lo espero muy de veras- pero puede
aportarnos algo de luz respecto a las relaciones que si generan verdadera
compañía humana. Cuando las relaciones parten de la voluntad de servicio, de
deseo del bien ajeno aún a costa de personales sacrificios la cosa es bien
distinta. Los verdaderos amigos, aun estando lejos, se sienten unidos por una
suerte de fraternidad probada por la virtud. Las personas que, como don y
tarea, desarrollan una cualificada y cultivada paciencia con sus familiares que
se torna en más y más cariño, nunca están solas.
Cambiar
la voluntad de dominio propio por la voluntad de servicio requiere una
transformación interior que aboca a la felicidad. Cuando la persona se siente
sola puede rezar con fe, empeño y tenacidad. Lo que para algunos es un gemido
desvaído para otros se transforma en un manantial de agua clara que brota de
modo fecundo y distinto a la tierra árida del propio espíritu. De ahí no salen
ideas extravagantes sino sencillas, llenas de sentido común y de pautas del
bien vivir. Esta comunicación con Dios es fuente de un realismo cristiano que
lleva el resello de la esperanza por muy apurada que sea la situación personal.
Dios, Quien más propiamente podría haber establecido una relación de dominio
conmigo no quiere esto sino que se pone a mi servicio. La oración cristiana nos
lleva a redescubrir la comunicación con nuestros semejantes. La apuesta en la
gozosa confianza de que Dios me mira y acompaña hace que nunca me sepa y sienta
solo y me lleva a saber que los seres a los que quiero y veo en apuros de
soledad, tampoco están solos, aunque de momento no se percaten de ello. Es
curioso: la soledad propia y la de los hombres del mundo puede ser un camino
para darnos cuenta de la inimaginable compañía de la que todos gozamos.
Los propios defectos
En
la vida hay épocas buenas y entrañables. Más tarde o más temprano las tornas
pueden cambiar. Entre los elementos adversos que pueden afectarnos quisiera
destacar uno de especial envergadura: la presencia de nuestros propios
defectos. Pueden ocurrirnos cosas dolorosas pero en la medida en que no
dependan de nosotros podemos mantener una saludable idea de inocencia propia.
La persistencia de malas tendencias en nuestro interior, que crecen como malas
hierbas, pueden resultar desanimantes y crear una soledad interior malsana.
Una tarde
estaba a punto de concluir una excursión por la montaña con varios amigos.
Cerca de los coches había unos cuantos pinos. Uno de ellos había crecido de un
modo curioso: se levantaba unos pocos palmos, trazaba una larga línea paralela
al suelo y volvía a subir...Era el único árbol en el que te podías sentar. No
solemos saber las consecuencias de nuestros propios límites y la experiencia
demuestra que, en bastantes ocasiones, es positiva.
El proceso de
maduración personal, que abarca toda la vida, requiere superar algunas
adversidades que podemos controlar y otras que no. Tras algunos periodos de
oscuridad acaba saliendo el sol por Antequera; un lugar común que puede ser
dichoso. También dicen que donde una puerta se cierra otra se abre.
Nos ayudan a
nacer, a andar, a aprender...Tenemos que hacer lo que buenamente podamos y
confiar en que esa constante de ayuda permanece respecto a nosotros aunque no
la veamos. Sin embargo, la frecuencia de las estafas y de los crímenes desafía
la anterior lógica optimista. Conviene también no olvidar que mucha gente
sensata considera la muerte inevitable como una puerta misteriosa y
prometedora.
Hay que
refexionar hasta cierto punto. El hombre no está hecho para pensar mucho sino
para amar mucho: para afirmar el mundo y a los demás, a pesar de los pesares.
El amor, pese a sus riesgos, es la única actividad que es un fin en sí misma.
Ser feliz no consiste en no tener riesgos; sino en querer a personas y proyectos
buenos.
El hombre es
libre pero parte de su yo está dotado de sentido desde fuera de sí mismo.
Quizás por esto Chesterton afirmaba que “nuestro yo está más lejos que las
estrellas”. Quizás nuestra vida es como un valioso billete...cortado por la
mitad. Hemos de buscar con esperanza quien tiene la otra parte. Confiar es algo
nuclear en el ser humano.
Gestionar bien las malas
temporadas
Dicen los sabios que la angustia se combate aceptando
la realidad que nos toca vivir. Cuando estamos encantados de la vida no hay
problema; lo difícil es cuando estamos desencantados...Problemas familiares, de
salud , profesionales, académicos o relativos a amistades suelen ser los más
frecuentes. Lógicamente si se pueden solucionar hay que hacerlo; pero no
siempre es fácil, ni siquiera posible.
En
primer lugar conviene recordar el papel de la fortaleza: procurar hacer
nuestras obligaciones lo mejor posible. Por otra parte es bueno no dar
demasiadas vueltas a los propios defectos o a los defectos de los demás.
También conviene saber valorar la variada gama de cosas agradables que nos
brinda la vida: desde el desayuno hasta el sueño. Todo esto podría resumirse en
la idea de intentar ser sufridos pero no sufridores.
Cada
persona suele tener algún problema crónico sin el cual piensa que sería más
feliz. Lo que está claro es que uno no suele elegir sus problemas; lo que sí
puede decidir son las soluciones que va a proponer. En la medida en que tengo
un problema y no es por mi culpa no soy responsable ni culpable por ello. Donde
mi personalidad se pone en juego es cuando ofrezco una solución. Un tartamudo
puede amargarse o aceptar su tartamudez.
Si se amarga se está equivocando; si toma con salero su situación está
gritándole al mundo con una voz superior y elocuente. No es un asunto fácil
pero nadie piensa que hemos nacido solo para hacer cosas fáciles.
Muchos
de nuestros problemas son los límites del personaje que representamos en la
vida: la ocasión para lucirnos. Si pensamos que somos totalmente artífices de
nosotros mismos nos derrumbaremos porque no es verdad: no podemos controlar el
mundo. Uno tiene una misión que cumplir que en gran parte no ha elegido.
Recordamos ahora que puede ser más atractivo ser elegido que elegir.
La
representación de la que hemos hablado dista mucho de vivir de cara a la
galería. Hay que llevarse bien con la gente, pero nos amargamos con frecuencia
por lo que la gente piensa de nosotros y esto puede ser una vez más, una falta
de personalidad. Relacionado con este asunto está la información y la
comunicación, que deben ser ordenadas. Vivir todo el día utilizando la
telecomunicación es despistarnos de la realidad inmediata: despistarnos de
nosotros mismos.
Una
reflexión final en este epígrafe: Si a uno le duele bastante su vida en algún aspecto es bueno
asesorarse con alguna persona que merezca nuestra confianza. No siempre hay por
qué apechugar con pesos que nos resulten
muy costosos. Pero conviene asesorarse antes de tirar un pesado saco de
piedras, no vaya a ser que se trate de diamantes.
Una
persona sencilla suele mirar las cosas con realismo. La complejidad establece
una serie de filtros u obstáculos respecto a la realidad. La experiencia de la
vida puede llevar a afrontar cada nueva jornada desde unos principios, asumidos
personalmente con la lógica influencia familiar y de otros círculos sociales.
Si se cree en la verdad del mundo se cree en la verdad de uno mismo. Alguien
que tiene ilusión por la verdad no teme afirmar la suya propia cuando ha cometido
un error. Tiene la suficiente madurez para darse cuenta de que se puede
equivocar y que tiene que rectificar con frecuencia.
La honradez
ante los propios errores lleva a admitirlos cuando sea preciso. Mentir sobre
uno mismo es una forma de deshonrar la propia verdad interior. Aparentar ser de
un modo cuando se es de otro lleva a una pérdida del sentido del valor de uno
mismo. Las complicaciones que son consecuencia de un querer aparentar lo que
uno no es nos introducen en un mundo falso donde casi todo se valora por el
rasero del propio interés. El cinismo llega a identificar la verdad con el
interés personal; incluso con el interés de los demás, siempre que coincida con
el propio. De esta manera se olvida la verdad de las cosas por sí mismas.
La sinceridad
es manifestar la verdad de la propia vida: sencilla, limitada y con errores. La
grandeza del hombre sincero es que puede mirar con un rostro verdadero porque
cada vez sabe mejor quien es y procura aprender de los sucesos de la
existencia.
La sencillez, el conocimiento de
los propios límites y un enfoque de esperanza son valiosos elementos para
construir una vida lograda, llena de sentido y de compañía.
José
Ignacio Moreno Iturralde
Serenidad
Tras una tumultuosa catarata de
actividades llegan algunos días benéficos. Entre las variadas modalidades del
descanso está la saludable costumbre de ir a la montaña. Allí se ve el cielo
limpio y estupendos paisajes; incluso se puede escuchar el melódico tintineo
del cencerro de una vaca. Puede que la ocurrencia sea algo prosaica para
quienes no les parezca sugerente la presencia de las vacas, pero quisiera
explicar porque me parecen dignas de aprecio. Una vaca es como un libro
abierto; parece que me está diciendo:”tranquilo
amigo, sosiégate. Aprende de mí; estoy en paz conmigo misma y con el
mundo. Soy algo gruesa –aunque tampoco es para tanto- y mi existencia es
modesta. No me doy muchas vueltas: como hierba, doy buena leche, mujo, y ante
todo soy una sencilla vaca, feliz de serlo”. Pienso que puede ser un buen
mensaje para el hombre de hoy.
Sentido del término sereno
Los filólogos nos dicen que el
término sereno significa “sin nubes, cosa clara”. Es hermoso contemplar con
frecuencia el regalo diario que los amaneceres nos ofrecen en las jornadas de
buen tiempo. El turquesa celeste, contrapunteado por la discreta forma de los
árboles y la funcional arquitectura urbana, se abre en un haz de luz
benefactora. Pero este lujo de las zonas meridionales no está al alcance de
todas las latitudes. Hay lugares donde la lluvia, las nubes y el frío tienen
una presencia anual muy considerable. Ciertamente hay gente que ha cantado bajo
la lluvia; el escritor Chesterton la consideraba como un fenómeno “tonificante
y moral”. La nieve tiene también su indudable magia y es campo de juegos y
batallas para escolares. Sin embargo, en ciertas mañanas de invierno alguien
puede ver el día más patético que prometedor. Qué decir si además uno tiene la
ocurrente lotería de chocar levemente con otro conductor y se dispone a la
gravosa firma de partes para las aseguradoras automovilísticas...¡Qué mala
pata!...Pero también qué gran ocasión para vivir la serenidad. Las personas
podemos penetrar con luz propia en las borrascas de cada día. Frecuentemente
nos abrumamos por las situaciones adversas, pero también podemos despejar
brumas cuando el periscopio de nuestra alma racional es capaz de ver, por
encima del turbio oleaje, contornos más luminosos y nítidos.
La serenidad no es el temperamento
del flemático, ni el vacío insustancial de un corazón frío. Tampoco es la
lentitud triste del abúlico. La serenidad, aunque nuestro temperamento fuera
fogoso, es un ejercicio del carácter por el que lo racional intenta
sobreponerse a lo puramente impulsivo. La serenidad es un imperio de la
inteligencia sobre los vaivenes de la vida; se trata de un fruto de la
templanza. La serenidad da algo de luz en la noche. Algunos estudiosos
relacionan la palabra serenidad con el término latino serum, “la tarde, el
anochecer”. Tras un día de trabajo llega la paz de la noche. Surge una pregunta
oportuna pero incisiva: ¿Tienen paz nuestras noches?...Dicen que la mejor
almohada es una conciencia tranquila. Se trata de una frase feliz dicha por
alguien con el cuerpo sano. Sospecho que debe haber más de algún irresponsable
que duerme a pierna suelta y un buen número de personas sensatas que tienen
problemas se sueño. En cualquier caso la caída de la tarde supone una cierta
reflexión sobre el día transcurrido. Cuando se hacen cosas que merecen la pena
–y, por tanto, la incluyen- se termina la jornada con cierta satisfacción.
Entre esas cosas destaca como un lucero aquella por la que, según el clásico
castellano, seremos juzgados al final de nuestras vidas.
Prisas y parones
A veces ocurre que tras años de
mucha trepidación llegan parones inesperados o esperados: una prejubilación,
una enfermedad, o simplemente la ancianidad –si se prefiere llamémosla
“juventud acumulada”-. Existen muchas jubilosas jubilaciones pero también hay
inviernos del cuerpo y del alma en los que una persona puede sentirse despojada
de casi todo, excepto de algún dolor y alguna esperanza. Si hay serenidad, en
la medida que nos sea posible, se tratará de una noche con calma. Puede que
además nos quede poco dinero, pero entonces la persona puede redescubrirse señor de un universo
entero. Si se mantiene la tranquilidad y
se acepta “dormir al raso”, lo más probable será encontrar una fogata amiga y
un zurrón modesto pero reconfortante. Lo malo es empezar a exigir las
atenciones de nuestra pretendida sangre azul...Porque la pura verdad es que
todos la tenemos roja.
Pienso que las reflexiones
anteriores se dirigen también a los jóvenes. Hay personas que con poca edad se
sienten engañadas y desanimadas, con más o menos razón. La serenidad será
entonces un factor muy importante para tomar las decisiones adecuadas que
ayuden madurar. Los jóvenes son amantes
de las locuras; pero hay locuras razonables que nos hacen más humanos y locuras
irracionales que sólo traerán amargura o algo peor. Un joven es cualquier cosa
menos un vencido. Conviene recordárselo
de nuevo porque algunos parecen haberse olvidado de su condición. Por esto los
jóvenes harán muy bien en acudir a personas con experiencia que les hablen de
motivos verdaderos para afrontar la vida con realismo y esperanza.
Vivimos en un mundo rápido y
comunicativo. Existen iphones, ipads, y noticias instantáneas de las antípodas
del mundo. Todas estos avances tecnológicos son fantásticos siempre y cuando seamos
dueños de ellos. Vivimos en la cultura del instante, pero la pura verdad es que
no hay más instante que la eternidad: un presente sin fin. Parece que somos lo
que hacemos, pero el obrar sigue al ser y es importante saber en qué consiste
la propia dignidad personal para actuar en consecuencia. Hay que serenarse,
pensar algo más, y hacerse preguntas variadas a las que dar respuestas
operativas: ¿Dónde dejé las llaves? ¿Cuándo me voy a decidir a pedir un aumento
de sueldo? ¿Cuándo fue la última vez que le regalé un ramo de flores a mi
mujer? ¿Soy amigo de mis hijos?... Lo importante es no ser retórico con uno
mismo y adoptar pequeñas o no tan pequeñas medidas de mejora.
Tenemos que hacer la digestión
de nuestra propia vida y esto solo se logra con espacios de sosiego. Si la
propia biografía se entiende como una navegación puede haber noches largas,
inhóspitas, pero cuando hay noches hay estrellas y una de ellas señala el
norte. A las luminarias del cielo hay que mirarlas con serenidad. Ahí es donde
aprende el marino los ejes cardinales de la navegación; y cuando se conoce lo
fundamental -el rumbo- es más fácil
vadear el oleaje o disfrutar a pleno pulmón de los días de bonanza.
La serenidad es como la solera
del buen vino, no se adquiere rápidamente, porque forma parte del licor de la
sabiduría. Esta cualidad también nos ayuda a ver el lado divertido de las
cosas. Si un amigo entrara en nuestra casa haciendo el pino la actitud sería
digna de admiración. Si viéramos al cónyuge durmiendo en el techo de la habitación
la cosa sería para asustarse o para troncharse de risa. Nuestro mundo está al
revés, como ya advirtieran personajes de la talla de Platón. A veces en temas
que no tienen ninguna gracia, como la injusta distribución mundial de la
riqueza. Pero tantas otras ocasiones somos nosotros mismos los que estamos
dados la vuelta, hacia nosotros mismos; y esto nos aísla un tanto de la
realidad. Los defectos que en otros nos hacen reír también los tenemos
nosotros. Hace tiempo hablaba con un alumno de dieciséis años mientras
paseábamos por el colegio donde trabajo y, en algunas ocasiones, pierdo la
serenidad. Vimos a un profesor veterano y el alumno me dijo en voz queda y
socarrona: “Mírale, está hecho un campeoncillo”. Le contesté que “ese profesor
sabía que era un campeoncillo, pero lo llevaba con buen humor; sin embargo a ti
te falta mucho para descubrirlo y más aún para asumirlo”. Aquel buen profesor y
mejor persona tenía motivos para saberse pletórico siendo simplemente una
persona normal. La realidad es paradójica y si uno no se da cuenta puede
estarse quedando con el negativo de la foto del mundo y de su propia vida.
Serenidad y eficacia
Un artista disfruta con la
realidad porque quiere interpretarla personalmente a través de la música, la
pintura, el cine u otra destreza industriosa. Disfruta del mundo porque le
invita a una respuesta creativa. El artista contempla encandilado las cosas; y
la contemplación solo es posible desde la serenidad. Puestos a hacer arte lo
más valioso y fructífero es intentarlo con la propia vida. La moral no es solo
un conjunto de obligaciones, sino también una invitación a hacer de la verdad
la norma de conducta. El número de tachones quizás sea grande, pero detrás de cada uno de ellos puede
haber un aprendizaje cada vez más profundo que dé lugar a mejores actitudes.
La serenidad posibilita también
la conciencia de la propia biografía, la unidad interior. Nos ayuda a ser
señores de nosotros mismos y de las circunstancias que nos rodean; algunas
especialmente inquietantes como conducir por la ciudad en hora punta. Pero
hasta un atasco puede ser una buena ocasión para regalarse una sesión de
música. Otros inconvenientes, como una nevada que corta las comunicaciones,
podría llevarnos quizás a escribir un cuento navideño; es decir: a ser más
humanos.
La serenidad, ya dijimos, no es
tener la pachorra de un perrillo en una
tarde de verano. Muchas veces, en la vida o en el deporte, hay que tomar
decisiones rápidas. Pero también la rapidez puede tener un ápice de reflexión,
lo mismo que un buen pase de balón en el fútbol requiere tener visión de juego.
Me viene a la memoria una partida de frontón en la que un experto jugador, con
las rodillas comprometidas, ganó a todos sus oponentes porque sabía colocar la
bola en los lugares más precisos. La reflexión nos ayuda a no perder el centro
del campo de juego.
Una actitud serena parece a
veces una provocación a los amantes de la velocidad; pero en la vida, como en
el tráfico, hay más accidentes por velocidad que por serenidad. Un sabio amigo
me decía que en las situaciones tensas había que “contar hasta diez” antes de
actuar. Tener calma es una condición para recrearse con la inmensa cantidad de
cosas buenas que se pueden disfrutar en la vida. La paz es la embajadora de la
alegría porque la verdadera alegría nos deja muy tranquilos.
La serenidad es un medio, no es
un fin. Recuerdo la existencia de los antiguos serenos; aquellos ilustres
personajes que, en la noche, podrían abrir el portal de algún vecino en apuros.
También estaban atentos de que no se apagaran los faroles de las calles. La
verdad es que, en algunos momentos, podemos perder las llaves de nuestra propia
personalidad y nos faltan candiles que iluminen nuestros pasos. La serenidad,
en medio de los fregados de este mundo, nos ayuda a encontrar nuestra verdadera
casa y las luces que señalan el camino donde está nuestra familia.
José Ignacio Moreno Iturralde
La autenticidad de los valientes
César
Corría 1985
cuando conocí a César, uno de mis primeros alumnos de un colegio del barrio de
Vallecas, en Madrid. Estudiaba primero del antiguo bachillerato. Era un tipo de
catorce años, vivaracho y con una prodigiosa memoria. Al terminar el curso
cambié de centro educativo y tuvieron que pasar dos años hasta que un día le vi
en el metro. Tenía melenas, vestía una chupa de cuero negra claveteada, la
típica heavy. Reaccionó con alegría al verme. Intercambiamos unas palabras
gratas en el ambiente tecnourbano del
metro. Él también había dejado aquel colegio y tenía toda la pinta de haberse
convertido en el genuino macarrilla de dieciséis años. Entró el veloz gusano
metálico y nos separamos.
La montaña
rusa de la vida me devolvió al mismo colegio de Vallecas en 1991. Era agosto,
antes del comienzo de curso, cuando un personaje se acercó y me dijo: ¿Me
conoces? Su cara me era familiar pero no le acababa de situar. Era él: César.
Estaba estudiando Derecho. Su estética se había refinado, alguien me dijo
después que había sido “Mod”, una especie de tribu urbana. Me alegró
reencontrarle. Quedamos en que le llamaría para unos coloquios con
universitarios. No lo hice por puro olvido; qué negligentes y estúpidos son
algunos olvidos.
Unos meses más
tarde, César buscó a un sacerdote que trabajaba en el colegio. Le dijo que
venía a encargar su funeral. Ante la cara de desconcierto del receptor del
mensaje César le aclaró su situación. Le habían encontrado un tumor en el
cerebro y había que intervenir rápidamente. Su vida corría peligro en la
operación. El sacerdote trató de darle ánimos. Charló con él un buen rato.
Pienso que César se confesó.
Pese a que la
intervención quirúrgica parecía haber salido bien, hubo una complicación
posterior y César falleció. Pocos días después se celebró el funeral al que
asistieron sus padres –envueltos en lágrimas- y sus compañeros de universidad y
los antiguos del colegio. El sacerdote dijo que César había muerto como un
valiente.
César no tuvo
una vida demasiado lograda desde el punto de vista humano, pero supo acertar al
final. Seguramente no se cumplieron muchos de los sueños que pretendía realizar
pero logró el más importante: situar su vida desde la óptica sobrenatural. Creo
que está en el cielo: no sé si allí permiten las chupas de cuero claveteadas,
pero no dudo de que es feliz para siempre –palabra poco meditada- en la gloria
y alegría que debe suponer estar viviendo en el Corazón de Dios.
Juventud,
madurez y felicidad
Mucha gente joven
se lo pasa bien. Quieren ser felices, aunque
probablemente sólo lo consigan en algunos ratos. A medida que pasan los
años descubren que la vida es, a veces, bastante dura. La televisión no sirve
precisamente para darle un sentido al mundo y la espontaneidad afectiva tampoco
resulta suficiente para llenar el propio corazón. Los días se suceden: algunos
se dan bien, otros peor, de vez en cuando hay uno muy entrañable y
excepcionalmente puede ocurrir algo que casi no cabe en la cabeza: la
barbaridad que sucedió en Madrid el pasado once de marzo de 2004. Ante ese
crimen terrorista horrendo, el corazón de miles de ciudadanos supo sacar lo
mejor que tenía dentro: hombres a los que explotó una segunda bomba por
auxiliar a los heridos de la primera, largas colas de donantes de sangre,
mantas arrojadas desde las ventanas para los heridos, ayuda incondicional de
todo tipo de personas a las víctimas y a sus familiares. Se hizo evidente que
el don de uno mismo es lo único que hace ser verdaderamente feliz. Sin embargo
estas ocasiones no se presentan con mucha frecuencia y no es plan, me parece,
esperarlas para demostrar que uno lleva dentro algo muy valioso.
Dominique
Lapierre escribe en su libro “La ciudad de la alegría” que “todo lo que no se
da se pierde”. Es una gran verdad que recuerda la frase evangélica “Hay más
alegría en dar que en recibir”; a la que algunos añaden maliciosamente: “este
es el lema de los boxeadores”. ¿Por qué quizás muchos no actuamos así? Por
desconfianza, por falta de un fundamento sólido para la acción. Los demás por
los demás no es un motivo suficiente. Los esposos se deciden a ser fieles no
sólo por sus respectivos encantos, sino también por Dios nuestro Señor. El
profesor que no estrangula a cierto tipo de alumnos obra así por idéntico motivo;
además de por no perder su paciente y ejemplar empleo. Cuando la mirada a otra
persona se convierte en una inesperada perspectiva de Dios la cosa cambia. Pero
hoy parece que hay muchos que no entiende la palabra Dios: no lo conciben como lo que es: Verdad detonadora
de la propia y genuina biografía en la que uno puede ser una persona digna, un
artista en el trato con los demás, un hombre o una mujer maduros, comprometidos
con su familia y con el mundo y, ante todo, personas enamoradas de la vida, en
las duras y en las maduras.
Bastantes
jóvenes dedican tres horas al día a la televisión, una a internet y otra a la
play station. Más que suficiente para convertirse en un perfecto inútil,
anestesiado del espíritu. La mayoría de la culpa no es de ellos, sino con
frecuencia de sus padres que no saben bien lo que es querer porque considero
que no se trata sólo de dar cosas y tiempos a sus hijos, sino darse ellos
mismos: renunciar a otros proyectos personales porque la familia es el mayor
proyecto al que todos los demás pueden subordinarse de un modo real y eficaz.
César encontró
al final la verdad de su vida. Miles de madrileños se encontraron ennoblecidos
al ayudar a las víctimas del terrorismo; pero muchos, entre los que los jóvenes
destacan, no acaban de encontrar una misión que abarque y llene su existencia
de un modo vital, diario, hecho de cosas menudas y cotidianas. Existen algunos
factores: parece que ahora no es fácil encontrar la llamada vocacional por el mismo motivo que no es fácil quemar un
prado verde o que salgan corriendo unos atletas profundamente dormidos al grito
de preparados, listos, ya. ¿Qué pasa?
Bombas
de humo
No afligiré al
lector que haya tenido el mérito de llegar aquí con un análisis histórico de
los factores que nos han llevado a una sociedad individualista. La causa
primera y última de esta sordera para descubrir la propia vocación o sentido
pleno de la propia vida es vieja y se llama egoísmo. Lo que ocurre es que ahora
al egoísmo le hacen el juego, por una parte, la técnica electrodoméstica y, por
otra, una cierta intelectualización para hacer lo que a uno le da la gana; se
la suele llamar autonomía.
Una sociedad
occidental que tiene mucha técnica requiere de mucha ética. No ocurre así. Con
frecuencia tener es poder, es abulímia de poseer; pero la avaricia acaba
rompiendo el saco de la propia identidad.
Por otra parte
la libertad de expresión hace que las vallas publicitarias de nuestras ciudades
exhiban con obsesiva frecuencia señoritas
casi en cueros: a esto se le llama naturalismo, como si fuéramos bambis.
Aborta toda mujer que pueda sufrir un peligro psíquico para su salud: es
decir…, en la práctica, la que quiere en virtud de su inviolable autonomía.
Matar al hijo de las entrañas es considerado algo parecido a una liposucción.
Los matrimonios se disuelven como la espuma de las olas del mar pero los
efectos de esto permanecen como la espuma de los ríos fecales urbanos. En
algunos países ya se otorga igual legitimidad al matrimonio que a las parejas
de homosexuales porque el fundamento del derecho pasa a ser la intensidad del
sentimiento en vez de la justicia y el respeto a la naturaleza. Y en este
elenco no podemos olvidar los abundantísimos programas televisivos del corazón
donde, con un asombroso olvido de la propia categoría, unos personajes cuentan
sin ningún pudor sus desengaños amorosos, ante una gran audiencia. La audiencia
lo justifica todo. No sé como no se les ha ocurrido hacer un concurso de
aerofagia entre los más rudos; no me extrañaría que igualara en audiencia a una
final de la Champions.
No agotaremos
los males y, además, son muchos más los bienes, pero con frecuencia más ocultos
en una sociedad fuertemente informativa. Si una loca envenena la sopa de su
hijo será noticia; si cien millones de madres dan de comer a sus hijos con
primor no saldrán en portada. Si una mulier fortis asa a su compañero
sentimental con una manzana en la boca y se consigue el reportaje, éste ganará
el premio Pulitzer. Si miles de mujeres entrañables levantan la moral de sus
esposos con una mirada comprensiva y coqueta no aparecerán en un semanal rosa.
Si se abandona a una abuela en la carretera se hará una entrevista al cabestro
del familiar que hizo tal proeza. Los familiares que atienden a enfermos de
alzheimer, que retarían a la paciencia del mismísimo Job, no tendrán una
exclusiva en el telediario. Todo esto hay que redescubrirlo porque muchas
bombas de humo afectan a nuestra visión de la realidad. Las cosas buenas están
ahí, soportándolo todo, como los cimientos, como la propia tierra, como la
mirada misericordiosa de Dios sobre la tierra.
Hacer
oración
Básicamente
hay dos posturas. Una dice que un día la nada estaba cansada y sacó un universo
que evolucionó por azar. Agua, bacterias, reptiles, aves, monos: y así
sucesivamente hasta volver a la nada. Otra –que no niega la evolución- dice que
Dios, un ser perfecto en si mismo y bueno, decidió por Amor escribir,
parafraseando a Chesterton, una novela donde los personajes puedan encontrarse
con su autor. Cada uno es libre de elegir la que quiera pero la primera opción
es absurda y la segunda es lógica pese a que haya cosas que no nos son del todo
claras; aunque conviene no olvidar que la lógica de Dios no se identifica con
la nuestra.
Es importante
meditar en la propia incompetencia, pese a todas las estupendas publicaciones
sobre la autoestima. Es conveniente aceptar varias cosas. Primero: que uno
puede ser bastante más inútil de lo que piensa. Segundo: que efectivamente es
así. Tercero: que es bueno y divertido asumirlo porque es la única posibilidad
de hacer algo verdaderamente interesante en este mundo.
El grado de
incompetencia es directamente proporcional a la incapacidad de ver la realidad
que uno tiene a un palmo de sus narices. Los niños pequeños, en este sentido,
se muestran magistralmente competentes: pueden hacer de cualquier cosa un
juego. La oración –en la que se une el pasado, el presente y el futuro- hace
recuperar el sentido biográfico en momentos buenos, malos y aparentemente
indiferentes. Siguiendo ideas de C. S. Lewis, la mentira insiste en sacar a los
hombres del presente porque el presente es el punto de encuentro entre el
tiempo y la eternidad. Evadirse del presente, con frecuencia, agujerea la
personalidad.
Valorar la
realidad supone valorar la no realidad. Ninguno de nosotros tiene en si mismo
la razón de su existencia: la vida es un gran regalo. La verdad es que, hasta
que no lo pasamos mal, no solemos caer en la cuenta de esto.Valoramos algo o a
alguien cuando le perdemos. Cuando realmente se sabe quién es una madre es
cuando fallece.
Aprender a madurar, a aceptar la
propia realidad, pensando en los demás, puede tener mucha más trascendencia de
lo que pensamos. Así dejamos referencias. César las tuvo y supo tomarlas con
valentía.
El cristiano que se decide a
transformar con la oración su vida se instala en la cruz. La cruz es el lugar
donde se ve la verdad de la realidad. Luchar por vivir para Dios y para los
demás, día a día, permite descargarse de muchos fardos inútiles, ver en las
cosas su radical transitoriedad y encontrar el núcleo de donde emana la
radiación de lo eterno: algo tan invisible como la luz que permite ver todo con
su verdadero color.
José Ignacio Moreno
Todos somos responsables de la cultura de la vida
Parece que por fin este trimestre se iniciará el debate público sobre la reforma de la “Ley del aborto”. Se genera así un ámbito de responsabilidad para todos los defensores de la vida obligados a hacer presente ante la sociedad española que somos muchos, una mayoría, los que nos sentidos concernidos en lograr que en España llegue a no haber ningún aborto… Leer más
domingo, 8 de septiembre de 2013
Una joven cuenta planta cara a Corea del norte
Impactante vídeo de una chica que cuenta la represión del régimen norcoreano, a su familia, y su conversión personal al cristianismo.
Vídeo: Me gusta la adopción
Vídeo entretenido y lleno de contenido de una familia con hijos adoptados, algunos con discapacidades: aquí
sábado, 7 de septiembre de 2013
Siria: es posible un camino distinto a la guerra
Francisco habla sobre urgencia de la paz en Siria. Leer más
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