domingo, 20 de octubre de 2013

Los niños corren cuesta arriba

Trabajé en un madrileño colegio de barrio obrero con mucha solera deportiva. Un botón de muestra es que todos los años se hace una carrera exclusivamente para alumnos entre los cuatro y cinco años. Llenos de emoción se preparan para correr una recta de cien metros, con un poco de pendiente, hasta el pistoletazo de salida. La primera vez que lo vi pregunté por qué se ponía a los niños a correr cuesta arriba. La respuesta no la esperaba: a esas edades tienen la cabeza muy grande respecto a su cuerpo, y si corren hacia abajo se pueden caer. Paradójicamente hay gente mayor que se empeña en optar por lo más fácil, correr cuesta abajo, y así terminan por perder al niño y a su cabeza.

 ¿Qué es lo más profundamente real?

            Muchas personas piensan que la noche de Reyes es una ficción, mientras consideran que la aniquilación absoluta de millones de niños todavía no nacidos por el aborto es mucho más real. Quiero discrepar: Se trataría de voltear la realidad, el único modo de entenderla, dando prioridad al espíritu sobre la materia. Las hadas de aquella noche mágica son mucho más reales y permanentes que el caballo de cartón o la play-station, que pronto quedarán desfasados. La total indefensión e inocencia del nasciturus asesinado es dramáticamente más vigorosa que sus organismos malogrados, e incluso que los cañones de mil guerras. Las primeras enmudecen, pero gritarán; los segundos atronan, para terminar en el silencio más absoluto. La inocencia no puede morir definitivamente porque es la bandera digna de la naturaleza humana y aunque nuestra paradójica condición se vuelva contra sí misma no se puede autodestruir totalmente, del mismo modo que no se autocreó.

            Incluso desde la pura biología se hacen evidentes razonamientos asequibles a un párvulo. El renacuajo tiene bastante que ver con la rana; así como el capullo con la mariposa. En ambos hay una suerte de magia transformadora: una estrategia de crecimiento, un sistema operativo y unificador de millares de funciones. Entre ellas, destaca en el homo sapiens la facultad incorruptible –y, por tanto, inmortal- de obtener ideas inmateriales. Este programa prodigioso de vida es la hoja de ruta del ser humano; y sin hoja de ruta estamos perdidos: ya no sabemos quién es el hombre; quiénes somos nosotros mismos. Cuando el interés personal -aliado con el más nefasto capitalismo- se hace derecho, los débiles se ponen en el punto de mira y la sociedad pierde estratos de humanidad, haciéndose más violenta.

            ¿No le convencen estos razonamientos? Discúlpeme: si se lesiona violentamente algún miembro de su cuerpo sentirá menos dolor que un bebé intrauterino abortado mucho antes de 28 semanas de gestación; tiempo en que algunos promueven ahora para establecer arbitrariamente un inexistente lindero de lo humano

La victoria de la vida

Defender la vida humana del concebido y no nacido supone ahora una gran aventura que se identifica con una profunda inteligencia. El inocente, el bebé, al que se mata impune y legalmente, vale más que mil universos. El que se elimine a tantos no  es más que otra clarividente prueba de que el mundo está al revés. El triunfo aparente de la cultura de la muerte no es más que el negativo de la foto de la vida. Quien considera que los principios de fuerza, de odio y de radical autonomía son los quicios del mundo no es más que un desquiciado. La inocencia de un chaval intrauterino masacrado tiene tal fuerza magnética que acaba por arrasar el corazón y la mente de sus ejecutores: posibles madres que se arrepienten horrorizadas de lo que han hecho, consumados abortistas que se declaran con posterioridad, y llorando, “asesinos de masas”.

El actual estado de embotamiento y criminalidad mundial abortista es una herida siniestra  y profunda que la humanidad enferma elige para autolesionarse. Sin embargo, lo más profundo que existe en el hombre es algo que él no ha elegido: la misericordia, la ayuda, el amor que afirma la vida. Estas reglas del juego de la existencia actúan como frontones de hierro contra las embestidas de una libertad desarraigada y sin fruto. La persona humana, como una madre, puede afirmar lo que es y amar; o afirmar lo que no es y odiar; que ninguno dude de quién es la que va a prosperar.

            La consideración del niño que va a nacer como legal objeto de posesión de sus padres no es más que un episodio de tremenda pérdida de dignidad. Si alguien considera radicales estas palabras le invito a que vea filmaciones de abortos que no quiero ahora describir. Pero la pérdida de dignidad es la pérdida de identidad: un proceso de nihilismo que se destruye a sí mismo. La cultura de la muerte se matará a sí misma; como el más voraz de los cánceres. De todo ese dolor no siempre saldrá inhumana desesperación sino purificación, enmienda, resurgimiento y comprensión.

La cultura de la vida es la única que va a vivir, aunque da mucha pena tanta ceguera y obstinación en lo inaceptable: el cinismo egoísta. No es preciso ser cristiano para ser un defensor de la vida; basta con ser mujer u hombre. Sin embargo, los cristianos pertenecemos a la cultura del niño; es por esto que el aborto es justamente lo contrario al cristianismo: a Belén.

El espíritu de la vida
            
            Conviene meditar en qué consiste el ambiente de la vida. Pienso que el espíritu de la vida  no es otro que el del genuino hogar. Es un espíritu vigoroso y enamorado, tierno y enérgico, comprensivo, divertido y, ante todo, victorioso. Si muchos abortistas lo entendieran y asimilaran llorarían de felicidad durante días enteros, al ver como empieza a iluminarse y a palpitar su corazón de cartón. La vida no es un episodio de la muerte; la muerte si es un episodio de la vida. No hicieron las tinieblas la luz; sino la luz las tinieblas. Nerón, Hitler y toda la caterva de tiranos que han poblado y pueblan la tierra pasaron y pasarán con pena y sin gloria. Sin embargo la vida humana renace todos los días entre sus dudas y esperanzas, entre sus miedos y alegrías. Porque el espíritu de la vida es lo permanente; el que es. Por este motivo prevalece el ser y no la nada.

            La buena metafísica es la cuna de una antropología entrañable; volvamos de nuevo a ella. Un hombre puede haber sido profundamente bobo y, sin embargo, muy querido; cuando él se percate de esto renacerá a la vida. Pero si no descubre que ha sido amado; lo que sin duda descubrirá es que ha sido un bobo. Por este motivo pienso que el auténtico reto para la vida es la reforma del propio corazón. La capacidad de pensar en los demás, de querer a la gente con sus  grandezas y miserias; la posesión de un espíritu apto para disfrutar y ser feliz. El sentido práctico de la propia existencia y el buen humor –tan relacionado con el buen amor- no son sólo consignas de un libro de autoayuda. Se trata de realidades hechas vida por personas muy queridas que tal vez nos dejaron  ya en este mundo, pero cuyo espíritu vive y ha inspirado estas palabras y otras mucho mejores que se puedan escribir.

           La mayoría de los actos admirables y estimulantes de la vida no serán siempre objeto de los titulares de prensa. Quedarán, ante todo, en el feminismo a ultranza de la maternidad, en la discreta conversación entre un abuelo y su nieta, o en el indiscreto y certero consejo de un alumno a su profesor. Ignorar vitalmente estas cosas infinitas, personales y cotidianas, u olvidar la gratuidad de un nuevo día de existencia, son despistes mezquinos desde los que no se puede edificar una cultura de la vida.

 Educación para la vida

            La cultura de la vida nace del respeto y de la benevolencia con las personas. La cultura de la muerte, de hecho, se nutre del odio a los demás. Tras varios años siguiendo con más empeño la actualidad sobre la defensa de la vida humana pienso que la causa del egoísmo –la causa de la muerte- nos puede inducir a un error fatal: el odio, de hecho, no ante los asesinatos sino ante los destructores de niños. Enamorarse de los ideales produce cierta desconfianza porque lo que verdaderamente se ama son las personas concretas. La cultura de la vida no puede nacer del resentimiento, aunque deba exigir una reimplantación de la justicia.

Creer en la vida supone cultivar la propia con esfuerzo, saber adaptarse a los ritmos de la naturaleza, desarrollar las propias capacidades: Tener metas, ilusiones, esperanzas. La alegría de vivir se basa  en saberse queridos y, por lo tanto, exigidos. La familia es el lugar privilegiado para tal convicción y actitud. En el propio hogar se expansiona la personalidad. Se trata de una comunidad de vida, de amor, de confianza, de esfuerzo, de fidelidad. La familia es el lugar donde se aprenden las virtudes morales, las principales referencias de la existencia. Es en ella donde se aprende lo que es la gratitud.

Sin gratitud la vida es compleja, enfermiza, perversamente inquieta. Apreciar la vida como un don supone dicha, alegría interior y esperanza; pese a los reveses que puedan venir. Desde la familia y la gratitud el hombre aprende a tener una vida lograda, y a labrar una biografía con libertad generosa que no es fin para si misma. En la dicha y en el dolor la persona aprende a ser feliz porque sabe descubrir el sentido de sus días; sean maravillosos, duros o sencillos.

El frontal ataque contemporáneo a la indefensa vida humana no nacida es también un ataque a la familia. El nonato se convierte en la plasmación vital de una entrega que no se quiere aceptar, porque no se sabe amar. En un campo minado para la negación a la vida la familia no puede constituirse; y el hombre y la mujer se agostan. Una sociedad abortista es una sociedad tan llena de activismo –cierta huida de uno mismo- como de desesperanza. Todo un mundo de apariencias es deslumbrado por necias ambiciones de colorines. Un mundo que se hunde lentamente en el pantano de la tristeza y de la ingratitud.

La familia ha resistido y resistirá todas las embestidas del mal porque en ella hay providencia y semilla divina. Sigamos construyéndola y defendiéndola. Cuando los imperios de la ingratitud se desmoronen lo único que podrá quedar será el amor, la familia y la vida. Pero, ante tantas pérdidas, es precisa una nueva creatividad a la altura de los tiempos y una renovada pedagogía de la vida.

La cultura de la vida corre cuesta arriba. Por esto, como el niño, va con la cabeza alta y no se caerá en su carrera hacia la victoria.


José Ignacio Moreno Iturralde



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