César
Corría 1985
cuando conocí a César, uno de mis primeros alumnos de un colegio del barrio de
Vallecas, en Madrid. Estudiaba primero del antiguo bachillerato. Era un tipo de
catorce años, vivaracho y con una prodigiosa memoria. Al terminar el curso
cambié de centro educativo y tuvieron que pasar dos años hasta que un día le vi
en el metro. Tenía melenas, vestía una chupa de cuero negra claveteada, la
típica heavy. Reaccionó con alegría al verme. Intercambiamos unas palabras
gratas en el ambiente tecnourbano del
metro. Él también había dejado aquel colegio y tenía toda la pinta de haberse
convertido en el genuino macarrilla de dieciséis años. Entró el veloz gusano
metálico y nos separamos.
La montaña
rusa de la vida me devolvió al mismo colegio de Vallecas en 1991. Era agosto,
antes del comienzo de curso, cuando un personaje se acercó y me dijo: ¿Me
conoces? Su cara me era familiar pero no le acababa de situar. Era él: César.
Estaba estudiando Derecho. Su estética se había refinado, alguien me dijo
después que había sido “Mod”, una especie de tribu urbana. Me alegró
reencontrarle. Quedamos en que le llamaría para unos coloquios con
universitarios. No lo hice por puro olvido; qué negligentes y estúpidos son
algunos olvidos.
Unos meses más
tarde, César buscó a un sacerdote que trabajaba en el colegio. Le dijo que
venía a encargar su funeral. Ante la cara de desconcierto del receptor del
mensaje César le aclaró su situación. Le habían encontrado un tumor en el
cerebro y había que intervenir rápidamente. Su vida corría peligro en la
operación. El sacerdote trató de darle ánimos. Charló con él un buen rato.
Pienso que César se confesó.
Pese a que la
intervención quirúrgica parecía haber salido bien, hubo una complicación
posterior y César falleció. Pocos días después se celebró el funeral al que
asistieron sus padres –envueltos en lágrimas- y sus compañeros de universidad y
los antiguos del colegio. El sacerdote dijo que César había muerto como un
valiente.
César no tuvo
una vida demasiado lograda desde el punto de vista humano, pero supo acertar al
final. Seguramente no se cumplieron muchos de los sueños que pretendía realizar
pero logró el más importante: situar su vida desde la óptica sobrenatural. Creo
que está en el cielo: no sé si allí permiten las chupas de cuero claveteadas,
pero no dudo de que es feliz para siempre –palabra poco meditada- en la gloria
y alegría que debe suponer estar viviendo en el Corazón de Dios.
Juventud,
madurez y felicidad
Mucha gente joven
se lo pasa bien. Quieren ser felices, aunque
probablemente sólo lo consigan en algunos ratos. A medida que pasan los
años descubren que la vida es, a veces, bastante dura. La televisión no sirve
precisamente para darle un sentido al mundo y la espontaneidad afectiva tampoco
resulta suficiente para llenar el propio corazón. Los días se suceden: algunos
se dan bien, otros peor, de vez en cuando hay uno muy entrañable y
excepcionalmente puede ocurrir algo que casi no cabe en la cabeza: la
barbaridad que sucedió en Madrid el pasado once de marzo de 2004. Ante ese
crimen terrorista horrendo, el corazón de miles de ciudadanos supo sacar lo
mejor que tenía dentro: hombres a los que explotó una segunda bomba por
auxiliar a los heridos de la primera, largas colas de donantes de sangre,
mantas arrojadas desde las ventanas para los heridos, ayuda incondicional de
todo tipo de personas a las víctimas y a sus familiares. Se hizo evidente que
el don de uno mismo es lo único que hace ser verdaderamente feliz. Sin embargo
estas ocasiones no se presentan con mucha frecuencia y no es plan, me parece,
esperarlas para demostrar que uno lleva dentro algo muy valioso.
Dominique
Lapierre escribe en su libro “La ciudad de la alegría” que “todo lo que no se
da se pierde”. Es una gran verdad que recuerda la frase evangélica “Hay más
alegría en dar que en recibir”; a la que algunos añaden maliciosamente: “este
es el lema de los boxeadores”. ¿Por qué quizás muchos no actuamos así? Por
desconfianza, por falta de un fundamento sólido para la acción. Los demás por
los demás no es un motivo suficiente. Los esposos se deciden a ser fieles no
sólo por sus respectivos encantos, sino también por Dios nuestro Señor. El
profesor que no estrangula a cierto tipo de alumnos obra así por idéntico motivo;
además de por no perder su paciente y ejemplar empleo. Cuando la mirada a otra
persona se convierte en una inesperada perspectiva de Dios la cosa cambia. Pero
hoy parece que hay muchos que no entiende la palabra Dios: no lo conciben como lo que es: Verdad detonadora
de la propia y genuina biografía en la que uno puede ser una persona digna, un
artista en el trato con los demás, un hombre o una mujer maduros, comprometidos
con su familia y con el mundo y, ante todo, personas enamoradas de la vida, en
las duras y en las maduras.
Bastantes
jóvenes dedican tres horas al día a la televisión, una a internet y otra a la
play station. Más que suficiente para convertirse en un perfecto inútil,
anestesiado del espíritu. La mayoría de la culpa no es de ellos, sino con
frecuencia de sus padres que no saben bien lo que es querer porque considero
que no se trata sólo de dar cosas y tiempos a sus hijos, sino darse ellos
mismos: renunciar a otros proyectos personales porque la familia es el mayor
proyecto al que todos los demás pueden subordinarse de un modo real y eficaz.
César encontró
al final la verdad de su vida. Miles de madrileños se encontraron ennoblecidos
al ayudar a las víctimas del terrorismo; pero muchos, entre los que los jóvenes
destacan, no acaban de encontrar una misión que abarque y llene su existencia
de un modo vital, diario, hecho de cosas menudas y cotidianas. Existen algunos
factores: parece que ahora no es fácil encontrar la llamada vocacional por el mismo motivo que no es fácil quemar un
prado verde o que salgan corriendo unos atletas profundamente dormidos al grito
de preparados, listos, ya. ¿Qué pasa?
Bombas
de humo
No afligiré al
lector que haya tenido el mérito de llegar aquí con un análisis histórico de
los factores que nos han llevado a una sociedad individualista. La causa
primera y última de esta sordera para descubrir la propia vocación o sentido
pleno de la propia vida es vieja y se llama egoísmo. Lo que ocurre es que ahora
al egoísmo le hacen el juego, por una parte, la técnica electrodoméstica y, por
otra, una cierta intelectualización para hacer lo que a uno le da la gana; se
la suele llamar autonomía.
Una sociedad
occidental que tiene mucha técnica requiere de mucha ética. No ocurre así. Con
frecuencia tener es poder, es abulímia de poseer; pero la avaricia acaba
rompiendo el saco de la propia identidad.
Por otra parte
la libertad de expresión hace que las vallas publicitarias de nuestras ciudades
exhiban con obsesiva frecuencia señoritas
casi en cueros: a esto se le llama naturalismo, como si fuéramos bambis.
Aborta toda mujer que pueda sufrir un peligro psíquico para su salud: es
decir…, en la práctica, la que quiere en virtud de su inviolable autonomía.
Matar al hijo de las entrañas es considerado algo parecido a una liposucción.
Los matrimonios se disuelven como la espuma de las olas del mar pero los
efectos de esto permanecen como la espuma de los ríos fecales urbanos. En
algunos países ya se otorga igual legitimidad al matrimonio que a las parejas
de homosexuales porque el fundamento del derecho pasa a ser la intensidad del
sentimiento en vez de la justicia y el respeto a la naturaleza. Y en este
elenco no podemos olvidar los abundantísimos programas televisivos del corazón
donde, con un asombroso olvido de la propia categoría, unos personajes cuentan
sin ningún pudor sus desengaños amorosos, ante una gran audiencia. La audiencia
lo justifica todo. No sé como no se les ha ocurrido hacer un concurso de
aerofagia entre los más rudos; no me extrañaría que igualara en audiencia a una
final de la Champions.
No agotaremos
los males y, además, son muchos más los bienes, pero con frecuencia más ocultos
en una sociedad fuertemente informativa. Si una loca envenena la sopa de su
hijo será noticia; si cien millones de madres dan de comer a sus hijos con
primor no saldrán en portada. Si una mulier fortis asa a su compañero
sentimental con una manzana en la boca y se consigue el reportaje, éste ganará
el premio Pulitzer. Si miles de mujeres entrañables levantan la moral de sus
esposos con una mirada comprensiva y coqueta no aparecerán en un semanal rosa.
Si se abandona a una abuela en la carretera se hará una entrevista al cabestro
del familiar que hizo tal proeza. Los familiares que atienden a enfermos de
alzheimer, que retarían a la paciencia del mismísimo Job, no tendrán una
exclusiva en el telediario. Todo esto hay que redescubrirlo porque muchas
bombas de humo afectan a nuestra visión de la realidad. Las cosas buenas están
ahí, soportándolo todo, como los cimientos, como la propia tierra, como la
mirada misericordiosa de Dios sobre la tierra.
Hacer
oración
Básicamente
hay dos posturas. Una dice que un día la nada estaba cansada y sacó un universo
que evolucionó por azar. Agua, bacterias, reptiles, aves, monos: y así
sucesivamente hasta volver a la nada. Otra –que no niega la evolución- dice que
Dios, un ser perfecto en si mismo y bueno, decidió por Amor escribir,
parafraseando a Chesterton, una novela donde los personajes puedan encontrarse
con su autor. Cada uno es libre de elegir la que quiera pero la primera opción
es absurda y la segunda es lógica pese a que haya cosas que no nos son del todo
claras; aunque conviene no olvidar que la lógica de Dios no se identifica con
la nuestra.
Es importante
meditar en la propia incompetencia, pese a todas las estupendas publicaciones
sobre la autoestima. Es conveniente aceptar varias cosas. Primero: que uno
puede ser bastante más inútil de lo que piensa. Segundo: que efectivamente es
así. Tercero: que es bueno y divertido asumirlo porque es la única posibilidad
de hacer algo verdaderamente interesante en este mundo.
El grado de
incompetencia es directamente proporcional a la incapacidad de ver la realidad
que uno tiene a un palmo de sus narices. Los niños pequeños, en este sentido,
se muestran magistralmente competentes: pueden hacer de cualquier cosa un
juego. La oración –en la que se une el pasado, el presente y el futuro- hace
recuperar el sentido biográfico en momentos buenos, malos y aparentemente
indiferentes. Siguiendo ideas de C. S. Lewis, la mentira insiste en sacar a los
hombres del presente porque el presente es el punto de encuentro entre el
tiempo y la eternidad. Evadirse del presente, con frecuencia, agujerea la
personalidad.
Valorar la
realidad supone valorar la no realidad. Ninguno de nosotros tiene en si mismo
la razón de su existencia: la vida es un gran regalo. La verdad es que, hasta
que no lo pasamos mal, no solemos caer en la cuenta de esto.Valoramos algo o a
alguien cuando le perdemos. Cuando realmente se sabe quién es una madre es
cuando fallece.
Aprender a madurar, a aceptar la
propia realidad, pensando en los demás, puede tener mucha más trascendencia de
lo que pensamos. Así dejamos referencias. César las tuvo y supo tomarlas con
valentía.
El cristiano que se decide a
transformar con la oración su vida se instala en la cruz. La cruz es el lugar
donde se ve la verdad de la realidad. Luchar por vivir para Dios y para los
demás, día a día, permite descargarse de muchos fardos inútiles, ver en las
cosas su radical transitoriedad y encontrar el núcleo de donde emana la
radiación de lo eterno: algo tan invisible como la luz que permite ver todo con
su verdadero color.
José Ignacio Moreno
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