sábado, 14 de septiembre de 2013

La autenticidad de los valientes

César

Corría 1985 cuando conocí a César, uno de mis primeros alumnos de un colegio del barrio de Vallecas, en Madrid. Estudiaba primero del antiguo bachillerato. Era un tipo de catorce años, vivaracho y con una prodigiosa memoria. Al terminar el curso cambié de centro educativo y tuvieron que pasar dos años hasta que un día le vi en el metro. Tenía melenas, vestía una chupa de cuero negra claveteada, la típica heavy. Reaccionó con alegría al verme. Intercambiamos unas palabras gratas en el ambiente tecnourbano  del metro. Él también había dejado aquel colegio y tenía toda la pinta de haberse convertido en el genuino macarrilla de dieciséis años. Entró el veloz gusano metálico y nos separamos.

La montaña rusa de la vida me devolvió al mismo colegio de Vallecas en 1991. Era agosto, antes del comienzo de curso, cuando un personaje se acercó y me dijo: ¿Me conoces? Su cara me era familiar pero no le acababa de situar. Era él: César. Estaba estudiando Derecho. Su estética se había refinado, alguien me dijo después que había sido “Mod”, una especie de tribu urbana. Me alegró reencontrarle. Quedamos en que le llamaría para unos coloquios con universitarios. No lo hice por puro olvido; qué negligentes y estúpidos son algunos olvidos.

Unos meses más tarde, César buscó a un sacerdote que trabajaba en el colegio. Le dijo que venía a encargar su funeral. Ante la cara de desconcierto del receptor del mensaje César le aclaró su situación. Le habían encontrado un tumor en el cerebro y había que intervenir rápidamente. Su vida corría peligro en la operación. El sacerdote trató de darle ánimos. Charló con él un buen rato. Pienso que César se confesó.

Pese a que la intervención quirúrgica parecía haber salido bien, hubo una complicación posterior y César falleció. Pocos días después se celebró el funeral al que asistieron sus padres –envueltos en lágrimas- y sus compañeros de universidad y los antiguos del colegio. El sacerdote dijo que César había muerto como un valiente.

César no tuvo una vida demasiado lograda desde el punto de vista humano, pero supo acertar al final. Seguramente no se cumplieron muchos de los sueños que pretendía realizar pero logró el más importante: situar su vida desde la óptica sobrenatural. Creo que está en el cielo: no sé si allí permiten las chupas de cuero claveteadas, pero no dudo de que es feliz para siempre –palabra poco meditada- en la gloria y alegría que debe suponer estar viviendo en el Corazón de Dios.


Juventud, madurez y felicidad

Mucha gente joven se lo pasa bien. Quieren ser felices, aunque  probablemente sólo lo consigan en algunos ratos. A medida que pasan los años descubren que la vida es, a veces, bastante dura. La televisión no sirve precisamente para darle un sentido al mundo y la espontaneidad afectiva tampoco resulta suficiente para llenar el propio corazón. Los días se suceden: algunos se dan bien, otros peor, de vez en cuando hay uno muy entrañable y excepcionalmente puede ocurrir algo que casi no cabe en la cabeza: la barbaridad que sucedió en Madrid el pasado once de marzo de 2004. Ante ese crimen terrorista horrendo, el corazón de miles de ciudadanos supo sacar lo mejor que tenía dentro: hombres a los que explotó una segunda bomba por auxiliar a los heridos de la primera, largas colas de donantes de sangre, mantas arrojadas desde las ventanas para los heridos, ayuda incondicional de todo tipo de personas a las víctimas y a sus familiares. Se hizo evidente que el don de uno mismo es lo único que hace ser verdaderamente feliz. Sin embargo estas ocasiones no se presentan con mucha frecuencia y no es plan, me parece, esperarlas para demostrar que uno lleva dentro algo muy valioso.

Dominique Lapierre escribe en su libro “La ciudad de la alegría” que “todo lo que no se da se pierde”. Es una gran verdad que recuerda la frase evangélica “Hay más alegría en dar que en recibir”; a la que algunos añaden maliciosamente: “este es el lema de los boxeadores”. ¿Por qué quizás muchos no actuamos así? Por desconfianza, por falta de un fundamento sólido para la acción. Los demás por los demás no es un motivo suficiente. Los esposos se deciden a ser fieles no sólo por sus respectivos encantos, sino también por Dios nuestro Señor. El profesor que no estrangula a cierto tipo de alumnos obra así por idéntico motivo; además de por no perder su paciente y ejemplar empleo. Cuando la mirada a otra persona se convierte en una inesperada perspectiva de Dios la cosa cambia. Pero hoy parece que hay muchos que no entiende la palabra Dios: no  lo conciben como lo que es: Verdad detonadora de la propia y genuina biografía en la que uno puede ser una persona digna, un artista en el trato con los demás, un hombre o una mujer maduros, comprometidos con su familia y con el mundo y, ante todo, personas enamoradas de la vida, en las duras y en las maduras.

Bastantes jóvenes dedican tres horas al día a la televisión, una a internet y otra a la play station. Más que suficiente para convertirse en un perfecto inútil, anestesiado del espíritu. La mayoría de la culpa no es de ellos, sino con frecuencia de sus padres que no saben bien lo que es querer porque considero que no se trata sólo de dar cosas y tiempos a sus hijos, sino darse ellos mismos: renunciar a otros proyectos personales porque la familia es el mayor proyecto al que todos los demás pueden subordinarse de un modo real y eficaz.

César encontró al final la verdad de su vida. Miles de madrileños se encontraron ennoblecidos al ayudar a las víctimas del terrorismo; pero muchos, entre los que los jóvenes destacan, no acaban de encontrar una misión que abarque y llene su existencia de un modo vital, diario, hecho de cosas menudas y cotidianas. Existen algunos factores: parece que ahora no es fácil encontrar la llamada vocacional  por el mismo motivo que no es fácil quemar un prado verde o que salgan corriendo unos atletas profundamente dormidos al grito de preparados, listos, ya. ¿Qué pasa?


Bombas de humo

No afligiré al lector que haya tenido el mérito de llegar aquí con un análisis histórico de los factores que nos han llevado a una sociedad individualista. La causa primera y última de esta sordera para descubrir la propia vocación o sentido pleno de la propia vida es vieja y se llama egoísmo. Lo que ocurre es que ahora al egoísmo le hacen el juego, por una parte, la técnica electrodoméstica y, por otra, una cierta intelectualización para hacer lo que a uno le da la gana; se la  suele llamar autonomía.

Una sociedad occidental que tiene mucha técnica requiere de mucha ética. No ocurre así. Con frecuencia tener es poder, es abulímia de poseer; pero la avaricia acaba rompiendo el saco de la propia identidad.

Por otra parte la libertad de expresión hace que las vallas publicitarias de nuestras ciudades exhiban con obsesiva frecuencia señoritas  casi en cueros: a esto se le llama naturalismo, como si fuéramos bambis. Aborta toda mujer que pueda sufrir un peligro psíquico para su salud: es decir…, en la práctica, la que quiere en virtud de su inviolable autonomía. Matar al hijo de las entrañas es considerado algo parecido a una liposucción. Los matrimonios se disuelven como la espuma de las olas del mar pero los efectos de esto permanecen como la espuma de los ríos fecales urbanos. En algunos países ya se otorga igual legitimidad al matrimonio que a las parejas de homosexuales porque el fundamento del derecho pasa a ser la intensidad del sentimiento en vez de la justicia y el respeto a la naturaleza. Y en este elenco no podemos olvidar los abundantísimos programas televisivos del corazón donde, con un asombroso olvido de la propia categoría, unos personajes cuentan sin ningún pudor sus desengaños amorosos, ante una gran audiencia. La audiencia lo justifica todo. No sé como no se les ha ocurrido hacer un concurso de aerofagia entre los más rudos; no me extrañaría que igualara en audiencia a una final de la Champions.

No agotaremos los males y, además, son muchos más los bienes, pero con frecuencia más ocultos en una sociedad fuertemente informativa. Si una loca envenena la sopa de su hijo será noticia; si cien millones de madres dan de comer a sus hijos con primor no saldrán en portada. Si una mulier fortis asa a su compañero sentimental con una manzana en la boca y se consigue el reportaje, éste ganará el premio Pulitzer. Si miles de mujeres entrañables levantan la moral de sus esposos con una mirada comprensiva y coqueta no aparecerán en un semanal rosa. Si se abandona a una abuela en la carretera se hará una entrevista al cabestro del familiar que hizo tal proeza. Los familiares que atienden a enfermos de alzheimer, que retarían a la paciencia del mismísimo Job, no tendrán una exclusiva en el telediario. Todo esto hay que redescubrirlo porque muchas bombas de humo afectan a nuestra visión de la realidad. Las cosas buenas están ahí, soportándolo todo, como los cimientos, como la propia tierra, como la mirada misericordiosa de Dios sobre la tierra.

Hacer oración

Básicamente hay dos posturas. Una dice que un día la nada estaba cansada y sacó un universo que evolucionó por azar. Agua, bacterias, reptiles, aves, monos: y así sucesivamente hasta volver a la nada. Otra –que no niega la evolución- dice que Dios, un ser perfecto en si mismo y bueno, decidió por Amor escribir, parafraseando a Chesterton, una novela donde los personajes puedan encontrarse con su autor. Cada uno es libre de elegir la que quiera pero la primera opción es absurda y la segunda es lógica pese a que haya cosas que no nos son del todo claras; aunque conviene no olvidar que la lógica de Dios no se identifica con la nuestra.

Es importante meditar en la propia incompetencia, pese a todas las estupendas publicaciones sobre la autoestima. Es conveniente aceptar varias cosas. Primero: que uno puede ser bastante más inútil de lo que piensa. Segundo: que efectivamente es así. Tercero: que es bueno y divertido asumirlo porque es la única posibilidad de hacer algo verdaderamente interesante en este mundo.

El grado de incompetencia es directamente proporcional a la incapacidad de ver la realidad que uno tiene a un palmo de sus narices. Los niños pequeños, en este sentido, se muestran magistralmente competentes: pueden hacer de cualquier cosa un juego. La oración –en la que se une el pasado, el presente y el futuro- hace recuperar el sentido biográfico en momentos buenos, malos y aparentemente indiferentes. Siguiendo ideas de C. S. Lewis, la mentira insiste en sacar a los hombres del presente porque el presente es el punto de encuentro entre el tiempo y la eternidad. Evadirse del presente, con frecuencia, agujerea la personalidad.

Valorar la realidad supone valorar la no realidad. Ninguno de nosotros tiene en si mismo la razón de su existencia: la vida es un gran regalo. La verdad es que, hasta que no lo pasamos mal, no solemos caer en la cuenta de esto.Valoramos algo o a alguien cuando le perdemos. Cuando realmente se sabe quién es una madre es cuando fallece.

Aprender a madurar, a aceptar la propia realidad, pensando en los demás, puede tener mucha más trascendencia de lo que pensamos. Así dejamos referencias. César las tuvo y supo tomarlas con valentía.

El cristiano que se decide a transformar con la oración su vida se instala en la cruz. La cruz es el lugar donde se ve la verdad de la realidad. Luchar por vivir para Dios y para los demás, día a día, permite descargarse de muchos fardos inútiles, ver en las cosas su radical transitoriedad y encontrar el núcleo de donde emana la radiación de lo eterno: algo tan invisible como la luz que permite ver todo con su verdadero color.


José Ignacio Moreno

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