domingo, 17 de noviembre de 2013

El divorcio es el problema, no la solución

     Nadie duda de casos de nulidad, ni de situaciones dramáticas, pero lo más dramático es una legislación de nula inteligencia, que hace de la excepción el contenido. ¿Tenemos dudas? Pongámonos en el lugar de nuestros mayores, a los  que cada vez más llevamos a residencias geriátricas –un posible futuro para nosotros-, y preguntémonos cuál es el valor de la fidelidad matrimonial, y de las mejores circunstancias para la educación de nuestros hijos.

Los hijos crecen felices al abrigo  del amor entre su madre y su padre. De tal manera que mujer y hombre ya no son dos, sino uno en un fruto común: el amor que puede convertirse en hijos. Así se cumple, además, uno de los fines del amor: liberarse de uno mismo.

          Es verdad que el matrimonio tiene bastante de superación; quizás en algún momento o temporada se trate de un esfuerzo difícil. Sin embargo, los defectos del esposo y los de la esposa no son contrarios a la familia: los cantos, en la rueda de la almazara, van adquiriendo una forma más pulida y amable, al tiempo que destilan el aceite de la oliva; el aceite que condimenta la vida.

El matrimonio –toda la vida a una carta- es el cepellón necesario para que surja la aventura del crecimiento del árbol familiar. Tal vez no crezca un ejemplar muy imponente. Quizás su tronco puede torcerse y enderezarse de nuevo adoptando una forma más caprichosa. Pero si está bien enraizado, aunque sea chaparro y discreto, puede cuajarse de frutos y ser el árbol de la vida.

          Si los árboles renuncian a enraizarse; si juegan a disfrutar del bosque, alocados de un lado para otro, terminan marchitándose: sin savia, sin fruto, sin vida. Puede que alguna vez la familia sea un lugar ingrato que induzca al suicidio. Incluso el hogar puede romperse –habría que ver por qué- y dejar el sinsabor de un funesto destino. Qué resplandeciente puede aparecer una maravillosa aventura romántica prohibida y alternativa al matrimonio, donde esperan –conocidos al milímetro- los límites del cónyuge. Pero optar por la familia será siempre elegir lo más humano: atreverse a la aventura de enamorarse, de entregarse para siempre.



          No se puede renunciar a la luz intentando fabricarse atractivos microclimas hechos a la propia medida. Si el árbol -en su frondosa autonomía- no acepta la luz; si no la pide de rodillas, se pudre y se muere: sinceramente pienso que es lo que está ocurriendo en la actual crisis familiar.  Siempre es tiempo de mirar hacia arriba, de reconstruir las virtudes, de buscar con hombría y feminidad el calor de la vida. Así resurgirá la cara del niño gafotas  -al que le falta un diente- pidiendo la merienda a su madre, el rostro de princesa de una hija íntimamente querida, y el semblante de la persona amada que activa todas las energías del corazón.

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