domingo, 17 de noviembre de 2013

Salud reproductiva e ideología de género


Los límites pueden ser vistos, a veces con acierto, como injustos pesos para la libertad. Pero los límites suponen precisamente, en muchas otras ocasiones, las condiciones de posibilidad de nuestra libertad personal. Hasta tal punto es importante este tema que el respeto o la trasgresión de los límites es una de las cuestiones humanas más decisivas. Los límites impuestos por ideologías totalitarias y sistemas injustos son radicalmente despreciables, como nos ha enseñado el duro siglo XX. Pero ahora se pretenden franquear los límites de la propia naturaleza. El llamado progresismo se caracteriza, entre otras cosas, por el desafío a los límites naturales. Quisiera destacar dos cuestiones directamente relacionadas con esta problemática: la salud reproductiva y la ideología de género.
           
La salud reproductiva es un término que poco tiene que ver con una reproducción saludable. Se trata más bien de desvincular, de una vez por todas, la sexualidad de la reproducción: tener relaciones sexuales sin riesgo de tener hijos, siempre que así se deseé, ni enfermedades. Para esto se fomentan las medidas antinatalistas: anticonceptivas y abortivas. Se trata de desvincular dos aspectos unidos por la naturaleza porque no hay ningún motivo para respetar la naturaleza. Lo paradójico de esta cuestión es que el hombre se reduce a sí mismo a naturaleza biológica sofisticada, al no reconocer nada por encima de la naturaleza. El problema de fondo que surge es que si no respeta a su naturaleza, no tendrá por qué respetarse a sí mismo. Por este motivo, es más sencillo promover el desarrollo de los pobres reduciendo su natalidad, que invirtiendo dinero y esfuerzos en poner en marcha su educación y economía.

            La ideología de género supone la libre elección del propio sexo al margen del que se tenga por naturaleza. Se considera un amor maduro al que existe entre homosexuales o transexuales; tan maduro como desvinculado de la tutela de la naturaleza; esa antañona y antipática madrastra. No deja de ser curioso que todo género viene de una generación, y que toda generación proviene necesariamente de un elemento masculino y de otro femenino. De este modo la ideología de género es la de un género que no genera, que es estéril, infecundo. El amor, así entendido, no es fructífero, no se encarna; el amor es ahora afecto y deseo. Este deseo es consciente de su falta de herencia propia, de surco, de estela; por eso, en el fondo, es un amor a la desesperada, algo que no puede dejar con paz al corazón.

Los límites de la naturaleza no son siempre saludables, como podemos observar en las enfermedades heredadas. La naturaleza no es perfecta, como pone de manifiesto cualquier catástrofe geológica. De esas calamidades no tenemos culpa y nos sentimos urgidos a remediarlas en la medida de nuestras posibilidades. Sin embargo, lo que resulta equivocado a la vista de la historia es no verificar las deformaciones de nuestro exceso de ambición y de nuestra falta de ética. Romper los diques de nuestras leyes naturales de reproducción e identidad sexual puede parecer auténtico y progresista, pero es tan peligroso como romper los diques de los Países Bajos.

           Detrás de toda esta cuestión late el problema del respeto. Si la naturaleza humana no es digna de respeto; tampoco lo puede ser el hombre mismo en su íntegra biografía. Por este motivo, la humanidad tiende a restringirse a sus momentos de apogeo material y a no considerarse como una instancia incondicionada al margen de su calidad de vida: recuérdese el problema de los embriones humanos congelados, el hambre insuficientemente atendida de los países marginados, o el fomento de la eutanasia. Tras la defensa de la autonomía personal a ultranza hay un criterio insolidario con los más necesitados.

            Progresar no es dejar de ser hombres y mujeres. Progresar es partir de lo que somos, aceptarnos en nuestra naturaleza –no sin esfuerzo y lágrimas, porque tenemos defectos y carencias- para entrar en armonía con todo lo demás; y así poder contemplar con alegría de gratitud un cosmos cuajado de sentido, en ocasiones misterioso, donde ser feliz es algo posible para el espíritu humano.

  La filiación supone un enraizamiento insustituible en la vida para desarrollar la propia personalidad. Es cierto que existen matrimonios que no se llevan bien o que es mejor que un niño esté con una pareja de homosexuales que en la calle. Tan cierto como que la paternidad y la maternidad son una cosa muy distinta a una tutoría o una amistad. La filiación tiene sus raíces biológicas y espirituales en la complementariedad madre-padre. Pienso que las adopciones por parte de homosexuales suponen algo distinto a la filiación; no por mala voluntad sino por desnaturalización. Las adopciones hechas por un hombre y una mujer sí que pueden sustituir, por semejanza, a la paternidad biológica. Me parece que hacer una sociedad humana es ante todo construir un mundo de hombres y mujeres que se saben hijos.

En una sociedad democrática, a la que queremos, no podemos imponer a nadie un conjunto de valores; del mismo modo que no podemos tolerar, bajo ningún concepto, que se estén pisoteando los nuestros. Considero que conviene pararse a pensar y llegar a puntos de acuerdo sobre lo que la experiencia de miles de años nos dice a mujeres y a hombres de cualquier raza y creencia. Voy a abordar algunas cuestiones que están afectando nuclearmente a nuestros hijos y a nosotros mismos.

Una cosa es defender –como es lógico- que haya legítimas alternativas al matrimonio canónico y otra muy distinta es rebajar el matrimonio civil a un contrato rescindible unilateralmente, sin necesidad de alegar motivo, a los tres meses. El propio Nietzsche, un filósofo anticristiano, definió al hombre como “el ser que es capaz de hacer promesas”. El planteamiento del matrimonio civil como la unión afectiva y transitoria de dos personas supone algo así como una desmembración de las paredes celulares en un organismo, lo que no hace más que iniciar un proceso de decaimiento vital de la sociedad.

La ley que pretende igualar las uniones homosexuales a los matrimonios va más allá. Se equiparan injustamente dos realidades completamente distintas. La unión natural entre hombre y mujer, abierta a la posibilidad de los hijos, y la unión de personas del mismo sexo.

Alegar que negar el derecho a los homosexuales a contraer matrimonio es discriminatorio, es algo así como decir que es discriminatorio para una plaza de toros que no se pueda jugar partidos de fútbol en ella. Conviene también recordar que en España, por ejemplo, faltan por desarrollar  políticas familiares para un abrumador conjunto ciudadanos que se ven necesitados de ayuda; en un país que, sostenido por familias, no hace más que ignorar algunos de sus legítimos derechos.

Lo que realmente parece que se está queriendo atacar es a la familia en si misma porque se ve en ella una estructura opresora de la libertad y llena de aborrecibles hipotecas morales. Si se la respetara no se la pretendería igualar a cosas distintas a ella. Identificar la familia con las uniones homosexuales es similar a identificar puertas y ventanas: el mejor modo para suicidarse.

La filosofía de género menosprecia a la familia. Si devalúo la familia, la persona está mucho más inerme ante las directrices del estado, que no siempre son positivas como demuestra la historia.

Observamos una contradicción en la pasión por el género en la nueva ley de utilización de embriones humanos. Un embrión humano es, sin lugar a dudas, un individuo de la especie humana. Pero por amor al progreso del género se le niega su humanidad a los embriones -por cuyo estado hemos pasado todos- para utilizarlos como “estructuras biológicas” al servicio de la sociedad. Sobre las legislaciones que permiten la destrucción de embriones, el famoso pensador agnóstico Habermas  ha dicho que “afectan a nuestra auto-comprensión como especie”.

Ante este panorama, es de una seria responsabilidad reivindicar la cultura y la educación que queremos dar a los hijos, mediante asociaciones, esfuerzo e ingenio. Si nos desentendemos del problema no podremos después lamentarnos de ver a nuestras hijas e hijos  con serias dificultades –internas y externas- para  formar una familia; el último e inexpugnable baluarte contra las tiranías.



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