domingo, 17 de noviembre de 2013

Respetar la familia: el suelo de la personalidad

Toda la entidad de la vida humana se relaciona directamente con la familia y la familia con el amor. Si no se sabe qué es el amor, no se sabe lo que es la familia y así tampoco se sabe quién es uno mismo.
         
          Hay que redescubrir la magnitud formidable de traer un hijo al mundo. Esto es así si a cada vida humana se le respeta su dimensión vocacional, la posibilidad de hacer de su existencia una aventura en servicio de una causa noble. La vocacionalidad de la vida humana sólo se entiende permitiendo la existencia de algo que no controlamos: la providencialidad. Un mundo sin providencialidad es un mundo hecho completamente por nosotros mismos; es decir: un mundo en que nos ahogamos porque no puede haber aventura. Los imprevistos, frecuentes e inevitables, se convierten entonces en algo placentero o repugnante, pero -en cualquier caso- incomprensible.

          La ausencia de providencialidad lleva al olvido de la vocacionalidad. La atención se centra en el interés que necesita del dominio y del consumo: el dominio como meta y el consumo como medio. El ideal de servicio se valora en unos raptos de nostalgia y se practica en algunas dosis intermitentes de misteriosa eficacia tranquilizadora: se dan retales, en ocasiones generosos; pero no se da la tela. Así no se entiende una opción de servicio íntegro como modo de vida propio, porque es imposible sin vocación ni providencia.

          Si quiero dominar completamente la trayectoria de mi vida, si quiero ser totalmente autónomo, si quiero ser autor y actor al mismo tiempo, no puedo ser elegido, no puedo ser dotado de sentido desde fuera de mí mismo, no puedo ser transformado por el amor de alguien hacia mí.

          Si mi medio de vida es sólo consumista, el amor queda reducido a afectividad egoísta: a una suerte de apetito –refinado, en el mejor de los casos, por sentimientos satisfactorios-. Este falso amor no supone darse, sino solo recibir. Es un amor cuyo fruto no se desea. Ese fruto es la piedra de toque del amor, porque su aceptación y cuidado conlleva sacrificio y generosidad. La biología, ingenua e inconsciente, transmite la vida porque el amor debería dar vida, vida valorada y querida.
         
Lo verdaderamente apasionante es nacer, incluso en condiciones difíciles, que penden de la providencia. Es normal que en las historias que merecen la pena, haya pena. El amor, para no perder su identidad, respeta la vida. La nueva vida humana se respeta por sí misma: esa es la condición de la familia. Los hijos nacen y se educan en un ambiente donde son tan queridos como exigidos, tan seguros en reivindicar los bombones como pesarosos por las consecuencias de no haber hecho la tarea. Los hijos encuentran en su madre y en su padre la raíz providencial de su vocación a ser hombres: de su vocación a amar.

Hoy se oye poco la palabra romántico. Puede sonarnos a un enamoramiento sorpresa, a una sorpresa cursi, o a dar la vida por un ideal; cosa que para algunos es una provocadora sorpresa. Pensaba referirme ahora a este último significado.

          Cuando se busca el bien, en vez de sólo evitar el mal; cuando se sigue la pista a una verdad, en vez de limitarse a detectar mentiras, se desencapotan las nubes y se abre una panorámica por la que avanzar. Cualquier cosa que hace el protagonista de una película para rescatar a su hija secuestrada es algo romántico. Mucho se agradece que no haya secuestros; no ocurre lo mismo con que no haya hijos. Cuando no se quieren los hijos, no hay ni motivo para la aventura ni romance de ninguna clase. Como es lógico sería burdo atribuir esto a personas que han dedicado sus vidas a otros nobles ideales al servicio de los demás, que excluyen la formación de una familia.

          El problema es anterior. Citaré a Chesterton: “echar al correo una carta y casarse figuran entre las pocas cosas que nos quedan enteramente románticas, porque para ser enteramente romántico una cosa debe ser irrevocable”. En bastantes casos esta expresión no es que haya sido superada sino que no hay categoría humana para afrontarla: no se juega la vida a una carta.
         
Es verdad que existen las tristezas de un matrimonio mal avenido, los problemas de un futuro parto, y las rebeldías severas de un hijo adolescente desagradecido. Pero en todos estos casos, podemos seguir adelante con el guión de la película que nos ha tocado vivir. Ese “me ha tocado” es lo que algunos no pueden soportar.

          Cuando se rompen muchos matrimonios, cuando se pierde la capacidad de jugarse toda la vida a cara y cruz, cambian las reglas del juego. Es más: ni siquiera hay juego ni ganas de jugar. Cada nuevo hijo es un reaseguro de la fidelidad, de algo que algunos, tristemente, consideran inseguro. Por esto, la lógica de una pretendida prudencia considera irresponsable traer “demasiados” hijos al mundo. Más aún: cuando se sustituye el matrimonio por una convivencia afectiva sin compromisos nucleares, surge una novedosa y estéril mentalidad. Lo que se pretende es ser sinceros, verdaderos y, sin embargo, es precisamente de lo que se huye. Toda persona está llamada, como tal, a llegar más allá de sus posibilidades; pero eso sólo lo puede hacer amando, es decir: entregándose. Podrá ser engañada pero en su vida no hay engaño, como el que existe en la vida de los que jamás se arriesgan. Este salto de confianza, que nada tiene que ver con ingenuidades bobas, requiere de motivos, de bienes y de verdades que lo apoyen y justifiquen, de credenciales y signos de identidad que pueden respirarse en el ambiente social. Una sociedad democrática se degenera cuando no hay valores fundamentales comunes, porque no hay nada que compartir salvo los intereses de grupos.

          Existe una manera eficaz de reemprender el diálogo sobre la verdad y el bien: el propio ejemplo. Es probable que no salga en televisión…Quizás así será más sincero y, probablemente, más romántico. Cuando hay verdades comunes hay bienes y penas que compartir, hay familias románticas y realistas que dan frutos de fecundidad, de seguridad y buen humor.
                                                                                             
             El secreto del éxito de una vida con tantos condicionamientos es hallar algunos principios intocables. Entre los que se pudieran buscar destacan la paternidad, la maternidad y la filiación. Madres no hay más que una; padres no hay más que uno; y cada hijo es único para su padres. Cualquiera de ellos puede ser bueno o malo, un puritano o un pagano, un temperamento o un “marmolillo”; pero lo que siempre será es padre, madre o hijo. Ese triángulo de la vida es mayor que cualquier sentimiento o apetencia. La paternidad-maternidad y la filiación son los ejes de una brújula que señala algo más allá de sí misma: un norte de amor que apunta más alto que las estrellas.

              Aunque acabe en la cárcel, o gane el premio Nobel, cuento con mi identidad filial; con mis coordenadas de referencia en este mundo. Pero las referencias no son elegidas por mí: nadie desecha un plano para salir de un bosque o un desierto desconocido, confiando en su intuición; nadie, excepto un loco. Aceptar el mapa de la vida es tan poco libre como preguntar por una calle que se desconoce, y tan responsable como parar ante una señal que impide el salto a un abismo.

      Cuando una civilización, como la nuestra, condiciona los principios incondicionados de la paternidad, la maternidad y la filiación, los desvirtúa, porque éstos se basaban en una confianza absoluta. Una sociedad en la que cunde la desconfianza es una sociedad que no aprecia lo que es ser fiel y, sin este firme baluarte de esperanza, no se puede vivir tranquilo. Aparecen  entonces la acción frenética, el desencanto enfermizo, la esterilidad y la soledad.



             Los principios más inocentes y traicionables son nuestras más íntimas fuerzas. La ingenuidad de la inocencia es el fundamento de todo derecho digno. Inocencia que, al ser tantas veces despreciada, parece manifestar su debilidad, pero terminará por demostrar su tremenda fortaleza. Pero la inocencia no puede morir definitivamente porque es la bandera inmortal de la naturaleza humana y aunque nuestra paradójica condición se vuelva contra sí misma no se puede autodestruir totalmente, del mismo modo que no se auto-creó. Sólo esa inocencia  es eterna: si no lo fuera, todo el mundo sería una mentira; pero la mentira es incapaz de engendrar realidad y vida. Es por lo que un mundo con tanta mentira distorsiona la familia y mata la vida. Sin embargo, la mentira se devora a sí misma y, en su trágica y suicida inmolación, sólo sirve para marcar el límite de las sombras ante la luz; la luz del hogar: del padre, la madre y los hijos.

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