domingo, 17 de noviembre de 2013

Protección social de la vida humana

Al iniciar una excursión por la Pedriza, cerca de Madrid, observé por la mañana a un hombre con cara de funcionario malhumorado, cansado, y enfundado en un chándal gris. Pensé que ese hombre hacía muy bien en venir al campo en tan lamentable situación. Al regresar a media tarde de la caminata volví a ver al mismo tipo. Su cara era la de un gordo feliz, su mirada se erguía hacia el cielo y sus brazos elevados sostenían al pocholo que debía ser su hijo. Existen otras historias más apasionantes; por ejemplo una que corre por tradición oral sucedió en un zoológico. El guardador de la fosa de los cocodrilos vio con horror como su hija pequeña se desequilibraba y caía dentro del lugar de los animales. Un reptil se acercó a la niña. El padre se tiró encima del lagarto y le arrancó los ojos con un cuchillo, logrando salvar a su hija.

          Todo esto puede recordar a algunas frases de la película “Mejor imposible”: los amores verdaderos son los que nos hacen mejores personas. El amor generoso a los hijos es lo que más nos engrandece. Una familia con muchos hijos es un inmenso jaleo, y, sin embargo, colma de felicidad a los seres humanos.

          Si no se es su madre o padre no es fácil sentirse cómodo delante de la mirada de un bebé; se trata de un examen que pone a prueba nuestra propia inocencia; una suerte de absoluto que reclama de nosotros el hacer expresiones de verdadero cariño y ternura. Por esto el cristianismo hizo de la defensa del niño uno de sus estandartes; porque , como otros credos, entendió que debía proteger a los máximamente indefensos.

          Los niños, cuando comienzan a andar, frecuentemente se desestabilizan por el volumen de su cabeza en una especie de efecto peonza. Quizás esto se puede interpretar como un símbolo de su intelectualidad, de su posicionamiento feliz ante el mundo. Una sociedad llena de niños es una sociedad sabia, una sociedad de servicio y familia, un mundo de personas mejores. El planteamiento antinatalista de turno, quizás no muy convencido de que merece la pena vivir, hablará ahora de las hambrunas de los niños de países atrasados e irresponsables. Pese a ser capitalista, aunque deprimido, no se da cuenta de que el mayor capital de un pueblo son sus hijos y la expansión de sus capacidades. Es incapaz de concebir un plan creíble de desarrollo nacional e internacional que venza tan flagrantes injusticias. Y no cree en este desarrollo porque, en el fondo, no cree en el hombre.

          Si las personas que abortan pudieran ver a sus hijos nonatos corriendo con una sonrisa y los brazos abiertos hacia ellas, cambiarán inmediatamente de opción.  Podemos ayudar a que vean esta verdad con el ejemplo personal, con la oración, con la cultura, con la participación ciudadana, con el derecho -tan innoblemente ignorado en estas cuestiones- y con la esperanza de los que son más profundamente humanos.

Recordemos que gran parte de nuestra vida es decidida sin nuestro permiso: no elegimos a nuestros padres, ni el día de nuestro nacimiento, ni nuestro coeficiente intelectual, ni siquiera nuestro nombre. Todo esto es parte de la condición humana. Gracias a nuestra libertad elegimos muchas cosas, pero hemos sido elegidos para la vida, sin que se nos pidiera permiso. El sentido de nuestra vida nos viene dado, en buena parte, desde fuera de nosotros mismos. Esta condición nativa nos sirve para manejarnos es nuestra existencia: hemos de mirar atentamente la realidad exterior para resolver nuestros propios problemas. En ese mirar el mundo que nos rodea vemos a los demás. Entre ellos encontramos a nuestros seres más queridos, sin los cuáles se haría muy duro el vivir. Nos sentimos dotados de sentido cuando nos quieren las personas que tienen sobre nosotros relaciones primordiales: es lo que ocurre en la familia. Sin el amor de nuestros padres, hermanos, cónyuge o hijos, la vida se hace muy dolorosa y se pierde su sentido. Cuando nos sabemos queridos es cuando nos estimamos como buenos, y es entonces cuando nos sale de dentro ofrecernos para resolver los problemas de nuestros semejantes.

          El amor entre el hombre y la mujer tiene inscrito en sí la posibilidad de la procreación. El amor es afirmación, es fructífero, da vida. Si no existen las condiciones adecuadas para afrontar un nuevo hijo las relaciones sexuales pueden restringirse a los periodos no fértiles de la mujer. Si, contra pronóstico, se produjera el embarazo, se acoge esa nueva vida humana. El uso de los anticonceptivos –algunos de ellos abortivos- falsea el lenguaje del cuerpo y, por tanto, la relación entre la pareja. Separa lo que está unido por naturaleza. La tendencia sexual tiene una gran fuerza, pero hipertrofiarla es ridiculizar al ser humano. El amor humano y familiar es mucho más grande que el sexo. La sexualidad encuentra su sentido más noble cuando la generosidad ante la vida hace del propio cuerpo un cuerpo de donación que se abre a la prodigiosa aventura de dar vida a un nuevo ser humano.

          Ciertamente hay momentos difíciles de penuria económica y desánimo que pueden significar un grave inconveniente a la hora de afrontar la llegada de un nuevo hijo. Insisto en que no estoy afirmando que una pareja tenga la obligación moral de tener hijos sin evaluar consecuencias y responsabilidades, pero existen medios naturales de regulación de la natalidad de eficacia suficientemente probada y que no requieren de prácticas abortivas ni anticonceptivas.

          Los hijos son un gran motivo para vivir: una alegría y una ocasión de enriquecimiento de la masculinidad y de la feminidad. Es cierto que los chicos suponen mucho sacrificio, pero también es verdad que su valor es incalculable. Por esto considero que no se puede trivializar la protección de la vida humana antes de nacer, como ocurre hoy legalmente en un buen número de países.

          Asociaciones a favor de la vida y de la familia están haciendo un esfuerzo heroico, desinteresado y eficaz, para ofrecer soluciones concretas que fomentan la creación de una civilización cuyo mayor activo es la vida humana y la protección de la familia. Cada uno, personalmente, puede ver sus opciones para contribuir a este noble empeño.



          Como cristiano me ayuda considerar una receta de Juan Pablo II para fomentar la cultura de la vida: pensar en los demás.

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