domingo, 17 de noviembre de 2013

Mayores y enfermos

Hemos puesto el centro de atención de estas páginas en el respeto a la vida de los concebidos y no nacidos. Pero también queremos ahora recordar a los que están al final de su andadura por el mundo. Sus limitaciones y necesidades forman parte especial del respeto y cuidado de toda vida humana.

Nuestra sociedad tiende a medir la eficiencia, la rapidez de gestión, la facturación, a veces la tragicómica carrera para llegar a ser el más rico del cementerio. En cualquier sociedad humana, un pastelero invitaría a merendar al mendigo que tiene a su puerta a cambio de que le ayudara a atender a los clientes; en la nuestra vemos inflexiblemente lógico que no se haga así, aunque el pastelero de alto copete esté al borde del estrés ante el local abarrotado de gente.

            Los que sostienen que el hombre es un “quiero y no puedo” ya se han encargado de explicarnos que es rancio el discurso sobre el bien y el mal; vaya, que no es políticamente correcto pensar.

             De improviso, indecentemente, surge un hecho tozudo, irritante y parcialmente imprevisible: el dolor propio y el ajeno. Este ilógico intruso nos atrapa, frena nuestra convulsiva carrera hacia ninguna parte y nos obliga a pararnos y a meditar. El encuentro con el dolor es una antesala con dos puertas: una es la desesperación y otra la contemplación. Se trata de dos puertas incompatibles.

            Todo enfermo; más aún el grave, es un encuentro con la reflexión, con la calma, con el sentido, con una molesta y humanizadota ruptura de planes que tonifica nuestras venas con la sangre del nuevo Adán. Silencio, hay un enfermo…Calma, cuidado, mimo, cariño, viejas palabras para un mundo viejo; nuevas palabras para un mundo nuevo: para un imposible que el dolor hace realidad.

El enfermo vegetativo –que no es el clínicamente muerto-…la vida hecha un nudo. Ante esa provocación, choca contra un muro la estupidez y se decanta cada alma. Brevemente recuerdo que somos los únicos seres capaces de dudar de que tenemos alma sin darnos cuenta de que para dudar así es preciso tenerla. Sí, el dolor hace ver la calidad perdida de nuestra moneda porque no hay cara sin cruz, al menos cara de valía. El enfermo vegetativo es una suerte de santuario ante el que solo cabe la contemplación o la desesperación: la humildad o la rebelión. El enfermo es la garantía palpable de que no manejamos todos los resortes de nuestra propia vida; y esta incertidumbre crispa  a los espíritus insanos y sana a los sensatos. El enfermo está lleno de verdad y de vida. Él es quien nos cura vivificándonos con la verdad de que la “madurez”, basada en la total autonomía, es una pantomima más ridícula que la de un niño pequeño que cruza una calle infestada de coches, persiguiendo su globito azul.

             La sociedad del enfermo, del pobre, del abatido, es la sociedad de la vida, de la riqueza en humanidad, de la alegría. Jamás han resultado atractivos unos cimientos pero, parafraseando a Chesterton, sobre ellos se asienta la risa de los niños y el vino de los hombres.

Nuestros mayores, especialmente los que no se pueden valer por sí mismos, son personas –por lo general- con muchas necesidades físicas, psíquicas y afectivas. Por esto las  residencias de personas mayores, si no tienen una alternativa familiar mejor, reclaman una dosis de atención y cuidados para un personal sanitario que debe ser el suficiente y tener un buen nivel de competencia y paciencia.

La vejez tiene que ser una etapa de especial dignidad, de final de carrera. Es inhumano marginar a los mayores por sus limitaciones y por la generosidad que, en justicia, nos demandan. La familia es la única sabia inversión para vivir, con las virtudes que esto conlleva, y para morir, si fuera posible en casa: con mi Dios y los míos.
         
          En nuestro mundo tecnológico y acelerado hay algo que nos humaniza, que nos revela nuestra propia y personal entidad: el encuentro con el inocente que sufre, con el enfermo, con la persona deprimida que reclama asistencia y esperanza. La mirada sublime del ser querido, al que se le va la vida, nos interroga en lo más profundo del corazón. Esa mirada tiene una dulce y arrebatadora fuerza, incomparablemente superior a la de los razonamientos más elegantes y concluyentes. Una mirada que enlaza con la eternidad, a la que considero fuente activa de la inocencia y la misericordia; ya que esto es lo único digno de persistir.

          Las reflexiones anteriores tienen una dimensión práctica. La justicia y la misericordia no se excluyen sino que se necesitan. De esto se deduce que el hombre justo es el que actúa solidariamente con los más desfavorecidos. La solución humana es el cariño, el ánimo, la compasión, la esperanza y, por supuesto, la medicina paliativa. La eutanasia, el hacernos dueños de la vida y de la muerte de los seres humanos más indefensos y menos autónomos física o psicológicamente, lleva consigo una deshumanización. Todo ser humano es alguien de un valor incondicionado. Asumir esta exigencia puede ser costoso y duro, pero es el precio de ser personas. Este precio es el único que nos hace sostener una mirada de cariño esperanzado ante los ojos de un bebé o de un anciano desahuciado; la única mirada digna del ser humano.



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