domingo, 17 de noviembre de 2013

Racionalidad y respeto a la vida

Al tener inteligencia, la persona humana es capaz de comprender la realidad, de modificarla en función de su interés, de establecer relaciones inteligentes con sus semejantes y de ir gradualmente comprendiéndose a sí mismo. De las múltiples facetas que podríamos desarrollar sobre la inteligencia, quisiera destacar una: la capacidad de ponernos en el lugar de los demás. Esta capacidad es notoriamente significativa para el tema que estamos tratando. No es de recibo ignorar la vida del no nacido, cuando todos y cada uno de nosotros hemos pasado por su misma situación. ¿Dejábamos de ser criaturas humanas por el simple hecho de que no nos vieran la cara? Ciertamente uno puede taparse los oídos o no hacer caso de esta reflexión, pero a costa de rebajar su categoría moral y lesionar su dignidad personal.

Reforcemos nuestra propuesta con un poco de filosofía. Aristóteles decía que “el ser se dice de muchas maneras”. El parecido entre el ser humano y una piedra, por ejemplo, está al menos en la existencia. El ser es un término que admite mayor gradualidad que la existencia: hay seres más importantes que otros. No somos grandes vegetales ni pequeños dioses, somos hombres.

La palabra ser parece poco sugerente. Sin embargo, todo ser, además de un orden y un sentido, tiene una verdad. La palabra verdad ya es más inquietante. Aristóteles dice también que “el hombre es en cierta manera todas las cosas”. Los hombres poseemos la capacidad de albergar ideas, incluso de representar la realidad del cosmos en seis letras. Somos capaces de comprender algo: de ponernos en su lugar, como ya hemos dicho. Hasta el siglo XV los hombres pensaban que era el sol el que se movía alrededor de la tierra; sin embargo resulta que es al revés, pese a que nuestra evidencia visual nos dice lo contrario.

Pongamos más ejemplos de racionalidad. Un buen jugador de ajedrez no es sólo el que piensa en la próxima jugada que él va a hacer, sino en por qué el contrincante ha hecho su último movimiento. Un buen conductor no atiende tan sólo a lo que él hace, sino también a lo que hacen los otros en la carretera. Ponerme en el lugar de los demás es una actitud donde inteligencia y moralidad confluyen.
El hecho de ser racionales nos posibilita para ser morales. Cada persona con su vida se la juega: puede ser un santo, un mediocre o un delincuente. Contribuirá a hacer felices a otros o a hacerles sufrir. Intentará mejorar el mundo o empeorarlo. Por eso cada persona es valorada por sí misma; porque su vida no está determinada absolutamente por sus instintos, sino que es libre de hacer el bien o el mal.

          Aristóteles pone un ejemplo significativo. Pertenece a la naturaleza del fuego el tender hacia arriba. Pero si una campana de cristal se lo impide, mientras no se extinga, ¿deja de ser fuego?...No, porque la naturaleza existe por la capacidad de ejercitar los actos que le son propios y no porque de hecho los ejerza en acto. La racionalidad no existe únicamente cuando se ejercita. Nadie diría que dejamos de ser personas cuando dormimos o si, por un accidente grave, pasamos un tiempo en coma. Se es racional no sólo por hacer actos racionales, sino por tener capacidad de hacerlos en un futuro o por haber tenido esa facultad, aunque ya no se pueda ejercitar por cualquier impedimento físico o psíquico. Despreciar a la persona humana porque está gravemente enferma, o vieja, o indefensa y no nacida en el seno de su madre, es un acto de inhumanidad que será mejor comprendido con las siguientes reflexiones.

          Una persona representa a todo el género humano. Cuando alguien atiende a un necesitado por la calle, todos los que lo vemos nos sentimos edificados. Esto ocurre porque esa persona que se encuentra en apuros podría ser cualquiera de nosotros mismos. Lo que se hace con una persona, para bien o para mal, de alguna manera se hace con toda la humanidad. Si mi comportamiento es el adecuado con mis semejantes, puedo convivir conmigo mismo. Si desprecio u odio a los que me rodean no puedo ser feliz, porque así no puedo amarme a mi mismo. Aunque consiga satisfacciones materiales en abundancia, el corazón no puede albergar descanso porque la naturaleza racional lo impide. Por este motivo la regla de oro de la ética afirma que debes tratar a los demás cómo quieres que te traten a ti mismo.

Ser capaces de comprender cada realidad, con sus limitaciones, en armonía con el universo supone reconciliarse con el mundo. Cuentan de una mendiga a la que alguien regaló una rosa y, como consecuencia, dejó de mendigar. Hacerse cargo de la miseria humana, no olvidando la propia, es ser más hombre o más mujer. Atreverse a entrar en “el concierto para violines desafinados”, del que escribió el psiquiatra Vallejo-Nájera, supone  levantar al deprimido, reconfortar a la persona que quizás con no mucha edad está ya partida por el eje, o comprender la grandeza de la vida de un anciano. La misericordia es la actitud más inteligente que la persona puede adoptar porque, entre otros motivos, no hay nada que llene de tanto sentido como ella.

La vida del niño no nacido merece respeto y cuidado, aunque su existencia no estuviera prevista ni sea deseada. Aunque nadie nos deseara, cualquiera de nosotros tiene derecho a vivir, incluso ocasionando molestia y fastidio a los demás. Sin embargo, qué pronto suele cambiar la opinión cuando se ve la sonrisa del hijo, que antes permanecía oculta pero expectante tras el velo materno.

El embrión es el ser humano máximamente dependiente, totalmente necesitado. Rechazar este tipo de planteamientos acusándolos de ñoños o de extremistas es un error que supone la destrucción arbitraria de muchas vidas humanas. Una sociedad que no defiende la vida humana embrionaria o intrauterina fomenta  anteponer la calidad de vida a la vida de calidad; cambia la maternidad incondicional por una satisfacción selectiva de la vida, dejando a otros hijos en la estacada.



La categoría moral de una persona, y de un pueblo, se revela en el trato que ofrece a sus miembros más desfavorecidos. En la familia se valora a cada miembro más por lo que es que por lo que vale o lo que tiene. El planteamiento familiar no es totalmente trasladable al conjunto de la sociedad, pero la civilización occidental ha venido desarrollando desde hace veinticinco siglos la noción de dignidad de la persona, la valoración de ella por sí misma y no sólo por el beneficio que pueda producir. Una sociedad que cuida a sus miembros más indefensos constituye un mundo en el que es grato vivir y en el que uno se siente satisfecho y orgulloso de su nación, el lugar en el que uno nace.

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